domingo, 16 de septiembre de 2007

La decadencia de un país

Por Héctor Farina (*)

El Paraguay vive actualmente un momento difícil de pauperización, de degradación económica y ética, y de agudización de los vicios que corrompen a la sociedad, en un momento cumbre del proceso de decadencia en el que se encuentra desde hace muchos años. Ya no sólo se sobrevive soportando la pobreza, la corrupción y la podredumbre, sino que el coraje y la esperanza se han aletargado, en una especie de resignación que resulta peor que los males que enfrentamos.

La crisis económica, política y social está aniquilando las esperanzas de todo un pueblo, que en medio de la desesperación reacciona buscando una tabla de salvación en el exterior, haciendo changas baratas en países hostiles, creyendo –en el plano local- en los farsantes que se dicen salvadores, en las promesas vacías, en los discursos estériles y el insulto sin sentido. Se cree que con sacar un poco de dinero, alguna prebenda, posicionarse como testaferro de algún político o vender la conciencia, se está teniendo una mejoría personal, cuando en realidad se está ahondando la desgracia de todo un país.

La decadencia del país se nota en su gente, que tiene que salir de su tierra para procurarse ingresos con los cuales sobrevivir, pero en el exterior mantiene los mismos vicios y no contribuye en nada a mejorar la condición de los que se quedan. Se cree que con ganar en euros o en dólares se está progresando, pero en la realidad nadie se preocupa por mejorar la educación, ni la propia ni la de los hijos, y con esto lo que se logra es un poco más de dinero para vivir en la misma mediocridad.

La decadencia del país se expresa por medio de la ignorancia de la gente, que festeja la salida de prisión de un populista envuelto en numerosos delitos, enriquecido de manera injustificable y que, no obstante, todavía aparece como un “Mesías” a los ojos de los fanáticos. Los efluvios de la decadencia hoy llenan todos los espacios mediáticos, con frases groseras y discursos insultantes, con absurdos como los “halagos” que se hacen Duarte Frutos y Oviedo, que son verdaderos atentados contra el lenguaje, la dignidad y la inteligencia.

Esa misma decadencia se nota en la inutilidad de las autoridades y la falta de reclamo firme de la sociedad, que aunque ve que literalmente el país se incendia, todavía le presta oído a funcionarios que se echan la culpa pero no apagan el incendio. La decadencia es ya pestilente, con nuevos “millonarios” que aparecen todos los días, con ladrones que ostentan impunemente la riqueza que le roban al Estado. Y lo peor de todo es que los paraguayos ya no se asombran, ya no se escandalizan ni reaccionan, y toman estas aberraciones como si fueran normales.

El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) proponía una transmutación de los valores y una actitud individual y poderosa frente a la decadencia. Los paraguayos deberíamos cambiar muchos de nuestros valores tradicionales y asumir una actitud más firme ante la decadencia: no apoyar a corruptos, no creer en falsas promesas, exigir el cumplimiento de la ley y no dejarnos seducir por las prebendas. Exijamos programas serios de gobierno, que sean manejados por gente honesta y creíble, que se invierta por lo menos el 6% del presupuesto total del país en educación, que se investigue a los candidatos y a los funcionarios sospechosos de corrupción, y, sobre todo, que ya no se caiga en el pozo de creer que “así nomás luego tiene ser” nuestro país. Depende de cada uno y de todos.

(*) Periodista
http://www.vivaparaguay.com/

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