jueves, 27 de diciembre de 2012

La fascinación con lo visible


Por Héctor Farina Ojeda (*)

El encanto que despiertan las obras materiales parece contrastar fuertemente con las urgencias en las sociedades que vivimos: fascinados por un monumento, un edificio o un puente de dudosa calidad recientemente inaugurado por algún político necesitado de votos, dejamos pasar la vida sin atender a aquello intangible pero que realmente construye cimientos sólidos para una vida mejor. Mientras la televisión nos muestra a menudo a presidentes o administradores del poder inaugurando un tramo de una ruta, una estatua a un prócer olvidado o una imagen actuada de "la primera piedra" o "la palada inicial" de lo que será un edificio, los indicadores educativos, los tecnológicos o las muestras de conciencia de la gente no figuran ni para relleno.

No es rara la estrategia de los políticos de intentar demostrar su eficiencia y el "cambio" mediante obras físicas ostensibles, pero en tiempos de incredulidad es casi un absurdo que la gente siga viendo como "resultados" la remodelación de una iglesia, el arreglo de una plaza o la pavimentación irregular de calles. Cuando una sociedad se conforma con pocas obras como el equivalente de una "buena gestión" y cuando se deja agasajar con lo visual y no con lo sustancioso, entonces la dinámica se vuelve reiterativa y perniciosa: engolosinados con la siguiente elección, los gobernantes de turno gastan sus presupuestos para demostrar con obras físicas que "merecen" ser votados y permanecer atornillados en sus cargos.

Basta con ver los niveles de ingreso de algunas naciones y los resultados que exhiben para comprender que hay una fascinación con el simulacro, con invertir en lo visible pero no en lo esencial, y con lo efímero antes que con lo estructural. Resulta difícil explicar cómo un país como Venezuela que cuenta con ingresos millonarios suficientes para ser una nación desarrollada y sin pobres, sigue viviendo en el atraso, con elevadas tasas de marginalidad y teniendo a su capital como una de las ciudades más peligrosas. Con una inversión escasa en la educación, con casi nula inversión en ciencia y tecnología, los resultados no pueden mostrar algo diferente a los altos niveles de pobreza y el atraso de un pueblo.

Gastar en el corto plazo y exhibir en forma rápida parecen ser las prioridades de los gobernantes, antes que hacer inversiones a mediano y largo plazo que beneficien a generaciones y no sólo deslumbren con un brillo fugaz. Todavía persiste la confusión en torno al progreso, que en muchas ocasiones sigue siendo entendido como sinónimo de edificios, de infraestructura ostentosa y de fachadas que disimulen el fondo del problema. Por eso antes que reformar los sistemas educativos para mejorar los niveles de formación de los estudiantes, se opta por soluciones de fachada como inaugurar un edificio para incrementar la burocracia administrativa en nombre de la educación. Cuanto todo se disimula, todo es de fachada y todo se puede "vender" como logro, lo verdadera necesidad no es atendida ni valorada.

Si vemos los casos recurrentes en América Latina, seguramente comprenderemos por qué pese a tener condiciones ideales para el desarrollo, como riquezas naturales, condiciones geográficas y climáticas adecuadas, y grandes ingresos, los países siguen en la pobreza, el atrasado educativo y una enorme desigualdad que amenaza con estallidos sociales en forma constante.

Si seguimos manteniendo ingresos administrados sólo para la fachada, para disimular o para intentar impresionar con obras de infraestructura que no solucionen cuestiones de fondo, seguramente se mantendrá el sistema en el cual todos aparentan y todos quieren quedar bien sin resolver absolutamente nada.

A América Latina le urge dejar de lado el populismo de lo efímero y pasar a cuestiones visionarias que ataquen problemas estructurales: mejorar la calidad educativa, incrementar los niveles de competitividad y apostar por el desarrollo de la ciencia y tecnología. Con la situación actual, de nada sirve un edificio más, una plaza o una estatua a un mártir perdido. Hace falta invertir en lo que no se ve y en lo que será redituable a largo plazo.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

viernes, 21 de diciembre de 2012

El desencanto y las intermitencias políticas


Por Héctor Farina Ojeda (*)

El reciente cambio de gobierno en México, en donde el Partido Revolucionario Institucional (PRI) -que gobernó al país entre 1929 y 2000- vuelve al poder tras doce años de alternancia, nos presenta un escenario complejo pero repetitivo en América Latina: con un descontento social de gran parte de la población, con ingentes problemas económicos que mantienen a casi la mitad de la gente en condiciones de pobreza, con un descreimiento hacia la política y los políticos, y con la urgencia de solucionar el conflicto de la inseguridad y la violencia, el giro brusco del timón se vuelve una imperiosa e impostergable necesidad con miras a recuperar la esperanza y la confianza de la gente.

Que un nuevo gobierno se inicie en medio de las protestas, el descontento, las manifestaciones y la represión no es una buena señal. Esto nos dice que no sólo hay poco entusiasmo en la democracia sino que la credibilidad en los procesos y la administración de los gobiernos se encuentra en un momento crítico. Las plataformas y los actores políticos no logran reunir a la ciudadanía en torno a un proyecto de nación, por lo que las divisiones, la desconfianza, las peleas y hasta las trabas constantes a ideas ajenas se vuelven una rutina en el funcionamiento de las administraciones. Ante un escenario como este, construir consensos parece una proeza mayor al paso entre Escila y Caribdis.

La falta de planificación y de un proyecto que motive a la gente se notan en las intermitencias de la economía y la administración de los gobiernos: oscilaciones marcadas en el crecimiento económico y en la generación de empleos, proyectos políticos que se hacen y se deshacen en virtud de alianzas o conveniencias coyunturales, trabajos que se inician una y otra vez y que acaban donde mismo, como Sísifo al subir la roca por la cuesta de la montaña. Basta con ver todo el tiempo y el trabajo que se pierden con un cambio de gobierno, cuando todo se reinicia, todo se olvida y todo debe ser "diferente" al anterior, aunque ello implique no concretar proyectos, no cerrar iniciativas ni avanzar en un mismo sentido. Como émulos de Penélope al tejer y destejer el sudario, nuestros gobiernos se encargan de hacer y deshacer pero no sólo proyectos, sino ideas, esperanzas y confianzas.

A diferencia de naciones marcadas por el optimismo y el entusiasmo, como Polonia, el país que crece en medio de la crisis europea, en Latinoamérica hay países en donde se está imponiendo el pesimismo en cuanto a la política. Paraguay es un ejemplo del pesimismo creciente en materia política, pues las ilusiones que se dieron con la caída del Partido Colorado en 2008 se desvanecieron con una administración tibia y dubitativa, que finalmente fue cambiada -juicio político mediante- por otra de "corte" liberal que tampoco genera muchas buenas esperanzas. Y todavía es más grave si pensamos que en las actuales propuestas no hay alguna que nos hable con claridad de un proyecto a futuro y que todas se escudan en discursos que no logran entusiasmar a una población harta de promesas vacías y recurrentes.

Nos hace falta recuperar el valor de la palabra y el sentido de la acción. Que las propuestas se traduzcan en plataformas con visión a mediano y largo plazo, y que dejen de ser ese recurso discursivo que ya ha carcomido los cimientos de la sociedad. Nos hacen falta acciones para volver a creer y para cambiar esa visión cortoplacista que nos embauca una y otra vez con obras efímeras que se olvidan pronto.

Para recuperar el entusiasmo de la gente no podemos seguir viviendo de intermitencias económicas o políticas, sino que nos urge trabajar sobre las bases de la sociedad en forma constante y austera. Ya no podemos creer en populistas, aprovechados y oportunistas que sólo esperan el momento propicio para prometer aquello que no cumplirán.

Hay que aprender a exigir proyectos estructurales que entusiasmen y que sirvan para redefinir nuestra situación como sociedad: educación competitiva, el desarrollo de un modelo económico o la formación de generaciones. Hay que dejar de lado lo efímero y cambiarlo por lo duradero.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del diario La Nación, de Paraguay.

sábado, 8 de diciembre de 2012

En torno a la crisis de valores


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Una de las peculiaridades de los tiempos actuales o "líquidos", como dice el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, es la crisis de valores. En un mundo acelerado, cambiante y fugaz, se han relativizado las concepciones en cuanto a qué es aquello que debemos tener para construir sociedades más equitativas y menos injustas. Como pasadas de moda, la honestidad y la ética parecen zozobrar frente al oportunismo, al cinismo y la desfachatez. Como si la ocasión oportuna y avivada fuera suficiente para hacer a un lado momentáneamente los principios, para luego asestar el golpe y pretender que todo puede ser como antes. Así de relativos son los valores, piezas descartables o ajustables al olvido.

Muy lejos de las sociedades nórdicas en donde la confianza es uno de los elementos centrales, los latinoamericanos aprendemos a desconfiar desde niños, puesto que sabemos ciertamente que no ser desconfiado implica estar a merced del ladino, el avivado o el oportunista. Crecemos en la convicción de que no confiar en el otro es bueno, puesto que todos se cuidan de todos, como en una jungla moderna en la que sobrevive el que no se deja morder y a su vez muerde primero.

El sentido del oportunismo en desmedro de lo realmente valioso ha llevado a nuestras sociedades a priorizar el dinero fácil, la transa, el "arreglo" o lo chueco frente a lo honesto. Como si la migaja momentánea fuera más rica que el pan cotidiano. Y esto nos vuelve desconfiados e incapaces de planificar a largo plazo, pues se vive de la coyuntura, del momento, la oportunidad y el golpe en perjuicio del otro. Lo podemos ver en cada proceso electoral, cuando más que convencer a un electorado mediante plataformas sólidas que vislumbren el futuro de las naciones, operan las maquinarias proselitistas sobre la base del soborno, la compra de conciencias y el cinismo, mucho cinismo, como máscara que todo lo quiere encubrir.

Acaso no recordamos que en el siglo XIX cuando Chile tuvo una crisis de grandes magnitudes tuvo que recurrir a un educador para que reencause los valores y el destino de la nación. Aquel hombre llamado Andrés Bello supo devolverle al país sus convicciones y lograr que pase de un estado de convulsión a uno de grandes horizontes. O quizá hayamos olvidado la entereza de Eligio Ayala, tal vez el más grande estadista paraguayo, quien supo hacer de la austeridad, la honestidad y la inteligencia los elementos que sustentaron un proceso que permitió al país salir adelante en uno de los tramos más difíciles de su historia.

En sociedades en las que lo honesto es relativo, en donde los valores son canjeables y en donde la inteligencia quede a merced de la corrupción o el cinismo, no se puede construir como se debiera. Bello y Ayala se horrorizarían al ver que los valores que cimientan sociedades son hoy endebles, manipulables e inconstantes.

La crisis de valores nos impide definir con certeza cuáles son aquellos elementos que nos permitirán planificar y construir sociedades de mayores beneficios para todos. Mientras no recobremos la conciencia sobre el valor de la honestidad, la educación, la inteligencia y la confianza, seguiremos caminando con pasos dudosos y borrables, sin rumbo previsible.

Es probable que nunca hayamos vivido en sociedades tan cínicas como ahora. Y es por eso mismo que debemos recobrar las convicciones para hacerle frente a los cínicos. Al igual que con los fascistas, con los corruptos no se debe negociar: hay que combatirlos. Debemos señalar a los cínicos, a los avivados y ladinos que hacen que hoy vivamos en entornos precarios y poco edificantes. La crisis de valores nos ofrece la oportunidad de redefinir aquello en lo que creemos y en lo que confiamos para lograr mejores sociedades. Es hora de repensar nuestra situación y nuestro destino.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Ciudad de México, Distrito Federal, México