sábado, 16 de marzo de 2013

Del rebelde a la revolución y del conservador a la nada


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La economía siempre tiene rostro de personas. De gente conservadora o arriesgada, moderada y planificada o irreverente y agresiva. Lo podemos ver en nuestros empleos, en nuestras inversiones y en nuestras quejas cotidianas con respecto al funcionamiento de los servicios o algún desbarajuste urbano. Como rebeldes que se niegan a acatar órdenes emanadas de un sistema; como conversadores que tienden a mantenerlo todo igual ante el temor del perjuicio en el cambio; o como revolucionarios que, sin miramientos ni parsimonia, proponen implementar la idea aberrante o delirante que cambie la dirección de los vientos. A contracorriente, con el ímpetu del que pelea contra el mundo; o dejándose mecer por las oleadas, sin más destino que al que no importa si se llega. Así somos y así condicionamos a la economía.

No es una casualidad que hoy en día una de las palabras más usadas en el campo económico sea “innovación”. Cual piedra filosofal moderna, los alquimistas del desarrollo la adoran y cultivan, a sabiendas de que sus buenos oficios pueden posicionar a una economía a la vanguardia en un mundo que vive en carrera constante. Innovar o resistir. O quizás sólo esperar a que los demás innoven para luego copiar. Estas son algunas de las dudas que tenemos como individuos, como comunidad o como nación cuando nos enfrentamos al reto de intentar algo diferente a lo que estamos acostumbrados.

Al pensar en nuestra actitud frente a la necesidad de innovar, seguramente nos habremos visto como rebeldes, disidentes, conservadores o hasta embalsamadores de situaciones. Los pioneros en la innovación, los innovadores tempranos, los tardíos o los rezagados: todos ocupamos un lugar cuando se trata de ver cómo progresamos, cómo apostamos por algún emprendimiento o cómo buscamos sumarnos solamente a lo que ya tiene éxito confirmado. Estas posiciones o actitudes marcan notables diferencias cuando analizamos los contrastes económicos de países que son antípodas culturales.

Mientras que Israel, ese país de enclavado en una de las regiones más conflictivas del planeta, tiene una cultura de emprendedores en la que se valora más al que se equivoca al intentar algo nuevo que al que no falla porque no se arriesga, en otros países –como los latinoamericanos- parece ganar la cultura del dejarse estar, de esperar y conformarse. Por eso, mientras los israelíes tienen la sociedad más emprendedora del mundo, con empresas tecnológicas que son las más innovadoras del orbe, en Latinoamérica solemos dar cuenta periódica de nuestro rezago. Desarrollo y generación de riqueza por un lado, atraso y desigualdad, por el otro. Aunque esto no es novedad, pues a nadie sorprende lo que uno mismo decide.

En economías conservadoras y conformistas como las latinoamericanas, no podemos esperar que los beneficios de la innovación lleguen rápidamente, sino que procesados, digeridos y empaquetados al alto costo, sin que podamos tener más opción que tomarlo o dejarlo. El miedo al error o a las consecuencias pesan demasiado, por eso se tiende a empantanar, a trabar o –como alguna vez dijo una ilustrada diputada- a buscarle “la quinta pata al gallo” antes de emprender.

Al trasladar estas ideas al Paraguay, nos encontramos con un país conservador, de ritmo cansino, que exhibe la contradicción de ser hijo de muchas e interminables revoluciones, pero que ahora no tiene la actitud de revolucionar nada. Quejosos de sistemas, de partidos y promesas, se revuelven en los mismos círculos sin tomar la decisión trascendental de romper con todo aquello que ancla, anquilosa y encalla.

Una de las grandes tareas del Paraguay es lograr valorar más las ideas y apuntar a lo revolucionario, a lo que genere un cambio trascendental y se convierta en nuevo sistema. De conservadores y conservas hemos vivido, con retrógradas y retardados hemos convivido, y pobreza y atraso hemos tolerado. Son las ideas revolucionarias las que ahora necesitamos. O esto o nada.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del diario La Nación, de Paraguay.

sábado, 2 de marzo de 2013

En busca de incentivos e impulsos


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

La atracción de inversiones que generen empleos y oportunidades es siempre una necesidad imperiosa en América Latina, cuyos países poseen grandes ventajas comparativas para los inversionistas pero que, al mismo tiempo, nunca terminan de erradicar la desconfianza que espanta muchos de los buenos proyectos. Precisamente, en esta semana uno de los temas llamativos fue la recomendación que hizo la revista Forbes al gobierno de México, en el sentido de reducir los impuestos como una manera de aprovechar la coyuntura para atraer inversiones extranjeras y, de esta manera, apuntalar un crecimiento económico más importante que el que se ha tenido en los últimos años.

Lo dijo el mismo presidente de la revista, Steve Forbes, quien aseguró que México puede crecer hasta 6% anual en el caso de que aplique una reducción de impuestos, ya que esto generaría un incremento en las inversiones extranjeras y, a su vez, esto impulsaría el empleo. Las tasas que pagan los empresarios en México van del 28% al 30%, por lo que Forbes recomienda disminuirlas hasta el 15%, con miras a que invertir en el país sea mucho más atractivo para los empresarios. Hasta aquí parece una de esas recomendaciones clásicas, que traen su propia lógica, pero que no estamos acostumbrados a atender en forma planificada, sino sólo ocasionalmente, en un contexto de conveniencias e informalidades que terminan por hacer de cada fórmula un experimento de final incierto.

Lo que se busca en estos casos es conocido: facilitar la inversión extranjera, reducir los costos de instalación y puesta en funcionamiento de las empresas, minimizar la burocracia y, con todo ello, apostar por una generación de empleo que contribuya a mejorar los ingresos de la gente y hacer crecer la economía. Lo curioso es que hay muchos ejemplos de países que han hecho bien las tareas y han logrado beneficiosos resultados en cuanto a crecimiento, inversiones, empleos y distribución de la riqueza. Pero cuando nuestras peculiaridades hacen que apliquemos modelos en nuestros países, a menudo se termina por hacer crecer una parte de la economía para beneficios sectorizados, o se crean empleos de poca calidad o se termina entregando recursos naturales para favorecer a agentes externos.

Y todavía es más curioso el discurso de los incentivos cuando vemos que los gobiernos se caracterizan por su inestabilidad, su falta de planificación y su poca visión de qué es lo que debe hacer un país para mejorar la calidad de vida de su gente en forma constante. En administraciones sin ideas, de coyuntura y de parche, todo beneficio es fugaz y todo futuro suena lejano ante la opresión del presente. Hace apenas tres años, cuando la crisis económica global golpeó con fuerza a México, la primera medida –de manual- fue el aumento de impuestos para que la administración cuente con suficientes recursos para parchar todos los baches presupuestarios derivados de una recesión. Pero, en economías altamente informales, el aumento de los impuestos siempre pesa sobre un pequeño sector mientras que el resto no se ve afectado, de manera que los formales, los que cumplen, son los que deben mantener a todos los demás. Y esto no garantiza ninguna mejoría a mediano y largo plazo, sino acaso un aumento momentáneo de lo que un Estado tiene para gastar.

Cuando pensamos en estos ejemplos, en la enorme necesidad de inversión que tienen nuestros países, en las carencias de la gente y en las grandes potencialidades que tenemos pero no sabemos explotar, no podemos dejar de urgir una administración más eficiente que ponga orden en escenarios difusos y cambiantes. Nos falta planificar y pensar en generaciones futuras. Y nos falta definir un rumbo económico.

Imaginen el grado de desatino que tenemos en Paraguay, en donde no saben establecer la división clara entre un incentivo para la radicación de inversiones y la entrega de soberanía; entre favorecer la generación de empleos en beneficio de la gente o facilitar los salarios bajos, la precariedad laboral y la inequidad en la distribución de ingresos.

Para incentivar el crecimiento de la economía y la radicación de inversiones, primero debemos recuperar el régimen de confianza: que crean que vale la pena invertir, trabajar, generar empleos y capacitar. Es cierto, necesitamos bajar algunos impuestos (y cobrar otros) minimizar la burocracia y hacer que no sea tan complicado trabajar en nuestros países. Pero primero debemos recuperar la confianza.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación.