sábado, 27 de julio de 2013

El periodismo digital y las nuevas tecnologías: entrevista a Héctor Farina, en Unicanal.

El periodismo digital y las nuevas tecnologías fueron temas abordados por Héctor Farina Ojeda, periodista, profesor universitario, en una entrevista realizada en el noticiero matutino de Unicanal, Paraguay. En conversación con el periodista Juan Carlos Bareiro, conductor del espacio informativo, se analizó el avance que ha tenido el periodismo en Internet, así como los desafíos para los medios y los periodistas.

miércoles, 24 de julio de 2013

Menos clases, menos oportunidades


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La decisión del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) de extender el periodo de vacaciones de invierno, por una semana, nos habla claramente del país que tenemos y del que estamos construyendo para las siguientes generaciones. Alegando el frío y la lluvia -aunque de fondo pesa más una amenaza de huelga docente-, se pospuso el regreso de los estudiantes a clases, como una metáfora de la eterna postergación de la educación en Paraguay. 

Con apenas 610 horas de clases al año, por debajo de las 800 horas recomendadas por la Unesco, con suspensiones periódicas que se deben a motivos tan variopintos como una lluvia, un festival, jornadas de capacitación docente no previstas, un asueto de último momento o hasta porque se prestaron las escuelas para alguna elección política, resulta muy complicado que se pueda mejorar la calidad educativa o tan siquiera cumplir metas mínimas para garantizar un buen nivel en la región. 

Al ver la despreocupación con la que se abordan los temas educativos, la politización de la formación de generaciones enteras, y el escaso compromiso de los gobiernos y la gente, no resulta raro que el país sea el de menor carga horaria en la región, que la calidad educativa esté por los suelos, que el país no destaque en ciencia y tecnología, o que la competitividad sea una materia reprobada y que esto limite el desarrollo económico. 

El tirano Stroessner solo invirtió el 1% del PIB en la educación, con lo que ancló al país en el atraso y la incompetencia, en tanto los gobiernos sucesivos ensalsaron lo educativo en sus discursos pero no han logrado un cambio que nos posicione como una nación educada y con visión de futuro. Se sigue jugando a la inversión miserable, al clientelismo, a las huelgas en perjuicio de estudiantes, y al simulacro como forma de hacer creer que todo está bien cuando en realidad se caen los cimientos de la sociedad. 

Todavía estamos lejos de entender que menos horas de clases y menos educación equivalen a menos oportunidades, más pobreza, más desigualdad y más precariedad. Estamos lejos de los resultados económicos de Japón, Noruega, Finlandia o Singapur, debido a que no tenemos el mismo compromiso con la educación. 

Me gustaría saber qué estrategias y planes aplicará el gobierno de Cartes para recuperar la educación y hacer de ella un trampolín para el desarrollo. Me gustaría ver si realmente habrá una apuesta nacional por lo educativo o si, nuevamente, volverá el juego de la mentira compartida, donde todos hacen creer que hacen, mientras todo se hunde. Quiero ver el presupuesto, la estrategia y la aplicación. De lo que hagan con la educación, depende nuestra economía.


(*) Periodista y profesor universitario 
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

martes, 23 de julio de 2013

La costumbre de la imprevisión


Por Héctor Farina Ojeda (*) 

Pensar anticipadamente en un problema, planificar primero y obrar en consecuencia son cosas lógicas para intentar prever y resolver conflictos, sobre todo cuando estos ya son viejos conocidos. Pero, en sociedades precarias en las que se vive a merced de la fragilidad del cambio, la imprevisión suele ser el factor común a la hora de enfrentar un problema: se nota cuando las lluvias -cíclicas- convierten a las calles en ríos, dañan el asfalto y dejan profundos baches, así como hacen colapsar la movilidad de ciudades completas. Como si llover fuera un hecho extraordinario en un país en donde llueve siempre, se finge el asombro y se opera en el caos, tratando cada quien de parchar la situación de la manera que mejor se le ocurra. Y cuando, realmente, se trata de un fenómeno extraordinario que altera el funcionamiento de una ciudad o un país, el daño suele ser desmedido y la respuesta se bambolea entre la desesperación y la incapacidad. 

Vivimos en sociedades poco planificadas, en sociedades imprevistas. Sabemos de antemano y de memoria, que un país caluroso y húmedo como Paraguay reúne condiciones ideales para que se propague una enfermedad como el dengue. Pero, lejos de haber previsto el peligro y educado a la gente para que combata el mosquito, se reacciona sólo cuando el número de enfermos o muertos escandaliza. Nos asombramos, nos asustamos y empezamos a limpiar y cuidarnos, para que no nos toque a nosotros. Pero se esperó primero, con la calma de los que descansan al costado de un camino, a que los casos de enfermedad nos rodeen, afecten a un conocido, a un vecino o alguien cercano. No visualizamos lo previsible y cuando los hechos nos atropellan los tomamos como imprevistos y reaccionamos con la torpeza del que no sabe de dónde vino el golpe.

Era previsible que el transporte público en Paraguay colapsara, que los accidentes de motociclistas iban a disparar los índices de muertes en el tránsito y que, una vez más, las autoridades no sabrían cómo responder ni podrían ponerse de acuerdo en proyectos como el metrobús. Desde hace décadas vivimos en una precariedad grosera que condiciona al ciudadano a viajar al riesgo de su vida, en vehículos desvencijados, por calles llenas de baches, sin semáforos, y bajo la conducción de alguien sin educación para siquiera esperar que una anciana termine de subir al vehículo antes de acelerar. Sabemos que las unidades del transporte no deben, bajo ningún punto de vista, viajar con las puertas abiertas porque esto asegura que en caso de algún accidente, será fatal. Pero parece no preocupar, como si los accidentes no pudieran preverse y evitarse. Y la reacción sólo viene tras la desgracia. 

Y todavía más curioso, cuando se confunde la reacción con la planificación. Cuando en el enojo de algún accidente que se pudo haber evitado, se vocifera, se cuestiona y se busca culpables. En lugar de la inteligencia racional, se deja que sea la emocionalidad de un momento difícil la que marque las reacciones que deberíamos tener como sociedad. En lugar de construir un sistema seguro para evitar la caída, funcionamos a partir del golpe, el dolor y la rabia del momento. 

Todo esto lo podemos ver en nuestra economía, en los ciclos climáticos que condicionan un auge portentoso o una contracción brusca. O en las trabas a las exportaciones, que se dan con mucha frecuencia, pero que todavía no hicieron que el país tenga una planificación minuciosa y estratégica para enfrentar la mediterraneidad. Tan previsible como saber que una devaluación de la moneda brasileña o la argentina generaría un aluvión de contrabando, y tan imprevisible como ver a las autoridades tomando medidas ridículas como tratar de impedir que los productos baratos permeen la frontera y lleguen hasta un consumidor empobrecido y necesitado. Si lo hubieran previsto y planificado, tendríamos una economía competitiva, con productos de calidad y precios competitivos, por lo que no importaría si el contrabando viaje en avión, en canoa o a pie. Simplemente, no podría competir y no tendría sentido.

Tenemos que dejar de jugar a la sorpresa y el asombro fingido, para comenzar a construir una sociedad menos precaria, más prevenida y más planificada. Que ya no seamos víctimas del caos cuando el clima es hostil, cuando se cierra un mercado, se devalúa una moneda o cuando un modelo económico se agota. La previsión debe ser parte de nuestros pequeños actos cotidianos, en cosas tan sencillas como ahorrar unas monedas por si pasa algo. La pregunta es: ¿podemos dejar de vivir en la imprevisión y pasar a la planificación? 

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

lunes, 22 de julio de 2013

Los pequeños actos y la confianza

 
Por Héctor Farina Ojeda (*)
 
La buena coyuntura, los buenos indicadores, las bondades de la tierra, los bajos impuestos y el potencial de crecimiento son ventajas conocidas en algunos países, pero, curiosamente, a veces no son suficientes para lograr atraer inversiones, hacer funcionar emprendimientos a largo plazo o lograr credibilidad como economía sólida ante la comunidad internacional. Mucho de lo que hacemos todos los días afecta directamente a la confianza que se tiene en la economía y ello se nota a la hora de medir las inversiones, de ver reflejados los datos de ingresos por turismo, de dar cuenta de los emprendimientos o de la capacidad de innovación que se desarrolla.
 
Parece algo curioso pero en realidad es una tragedia. Cuando se piensa que es “normal” que toda ley o regla pueda ser interpretada, reinterpretada o contrainterpretada, en realidad estamos diciendo que no se puede confiar en la regla o en su ausencia, pues siempre habrá una justificación para relativizarla, ningunearla o eliminarla. Desde la irresponsabilidad consuetudinaria de no respetar los semáforos en rojo en horas de la madrugada (porque nadie los respeta a esas horas) hasta el “presupuesto” de los que infringen normas de tránsito, que ya calculan cuánto deberán pagar en concepto de coimas: los actos se acumulan y en su conjunto terminan dañando a un capital fundamental para cualquier sociedad, es decir, la confianza.
 
Con cada acto de corrupción, cada trampa, cada vez que un funcionario pide una “propina” o que el chofer no entrega el boleto para quedarse con el dinero, en el fondo lo que se hace es construir un sistema en el cual la confianza no importa mucho. Un sistema en donde todo se relativiza, en donde se puede torcer la norma, interpretar lo ininterpretable, en donde para tener un negocio hay que pagar coimas a diestra y siniestra, tiene efectos negativos en sectores como la inversión, el emprendimiento, la competitividad y la capacidad de innovación. Las economías en donde no hay un régimen de confianza son aquellas que no incentivan al ahorro o a la iniciativa individual. Se manejan en la informalidad, sin mayores garantías que las de la aventura.
 
La confianza en un país es un elemento fundamental para el crecimiento, para la inversión y el desarrollo. Lo podemos ver en Noruega, posiblemente el país más confiable del mundo, en donde las instituciones, las normas y la gente son altamente confiables y ello genera no solo un estado de bienestar y seguridad para la población, sino que deriva en la construcción permanente una sociedad con calidad de vida elevada.
 
Al contrario, debido a actos y actitudes tendientes a lo no correcto, en países como Paraguay no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en un proyecto de metrobús, pese a que todos sabemos que el transporte público es una afrenta cotidiana para los ciudadanos. Desconfiamos del proyecto, de quienes lo implementarán, del que hace el presupuesto y del que lo ejecutará; se desconfía de la obra, de su costo y su impacto. Se desconfía de cualquier iniciativa porque la idea de que el pícaro o el transa están detrás es permanente. Y esto nos lleva a la certeza más que la duda de que alguien se quedará con el dinero, desviará recursos, inflará gastos o, de alguna u otra manera, les tomará el pelo a todos para sacar un beneficio personal.
 
La confianza en una sociedad es fundamental para pensar en una mejor calidad de vida. Hay que reconstruir en la gente la capacidad de confiar en el sistema, en el otro, para lograr que se puedan impulsar proyectos y edificar sin el temor de que alguien nos vaya a engañar. Nos hace falta una profunda educación de valores para dejar de ser la sociedad del Perurima para ser una confiable, seria y por la que valga la pena apostar.
 
(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

domingo, 21 de julio de 2013

De los pequeños actos al impacto económico


Por Héctor Farina Ojeda (*)
 
Los actos cotidianos, por pequeños y aceptados que parezcan, tienen un enorme poder en cuanto a la construcción de la economía en una sociedad. En un curioso libro llamado “Estampas de Liliput. Bosquejos para una sociología de México”, del sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, hay una descripción sobre la peculiar forma de relacionamiento social que se da en la sociedad mexicana, que se define como la teoría del muégano (un dulce pegajoso), que consiste en una cadena de favores basados en lazos familiares, compadrazgo, amiguismo o simple complicidad entre dos partes interesadas en beneficiarse mutuamente por encima de las normas o reglas establecidas.
 
Cuando los actos, que pueden considerarse como “folclóricos”, “culturales” o como parte de un comportamiento cotidiano visto como normal suman sus efectos, el impacto en la economía es muy significativo. De pequeñas aberraciones, excepciones, favores o vivezas se llega a conformar un sistema que limita, condiciona y corroe a las estructuras económicas. Lo podemos ver en el mercado laboral, cuando mediante un pequeño favor se premia con un cargo a un amigo o un pariente, poniendo la relación personal por encima de la capacidad o la idoneidad para una determinada función. Lo vemos todos los días en los puestos de la administración pública, en donde en forma estéril se busca explicar los motivos por los cuales alguien no apto termina siendo la máxima autoridad de un ente, mientras que en la realidad la explicación se encuentra detrás de una cadena de favores y costumbres tan inverosímiles como perniciosas.
 
Pasa en las esferas políticas, en donde más vale uno malo “pero de los nuestros” que uno bueno que no sea del grupo, facción, movimiento o partido. La aberración se disfraza de picardía bajo expresiones cínicas como “chancho de nuestro chiquero” para dar a entender que las normas no sirven para acatarse sino para relativizarse en beneficio de pocos y perjuicio de qué importa cuántos. Pequeños actos o pequeñas omisiones se vuelven costumbre y sistema, a tal punto que no importa el origen sino que “así se hacen las cosas”.
 
Ocurre lo mismo en las universidades, cuando se invoca la costumbre de llegar tarde como excusa para no cumplir como estudiante, como maestro o funcionario. “Hora paraguaya”, decimos en Paraguay, y “hora tapatía” me dicen en Guadalajara, para justificar una pequeña falta que se ha instaurado como norma. Relativizar la norma se vuelve la norma (para pasar por encima de la norma), como cuando un estudiante solicita de “favor” que se le conceda una mayor calificación, en tanto el maestro “reparte” calificaciones altas para quedar bien con los estudiantes, los que a su vez lo evalúan bien y hacen que –de paso- la universidad pueda presumir indicadores que den cuenta de la “excelencia” en el proceso de enseñanza-aprendizaje, en donde todos aparecen como contentos.
 
La relativización de la norma en pequeños actos nos ha llevado a ver como “normales” las propinas para acelerar trámites, las coimas para no pagar la multa, el estacionar en lugares prohibidos “sólo por cinco minutos” o en convertir a las universidades en un requisito para obtener un título y no en una instancia de formación. Cuando con un “atajo”, “arreglo” o cualquier sistema de cadena de favores premiamos al que no sabe, al corrupto, al inepto y al arribista, en realidad estamos castigando a la economía, la que se ve socavada y permeada por vicios difíciles de erradicar.
 
El resultado de estos “pequeños vicios” es un fuerte daño a la competitividad, lo que se refleja en por qué países como Paraguay siempre aparecen como rezagados en los estudios a nivel mundial; se nota en la baja productividad de un país que trabaja mucho pero produce poco, precisamente porque no se premia al que sabe ni al que se instruye, sino al que se valió de un favor para ocupar un espacio que no merece. El daño se nota en un país que no tiene capacidad de innovación, pues al frente de la economía, de las empresas o las instituciones no se encuentran los que están preparados sino los acomodados. Por eso tenemos economías precarias, cansinas, poco productivas, sin capacidad de innovación y sin visión.
 
Cuando alguien les diga que deben hacer algo indebido porque “así es como todo funciona”, deberían responder que en realidad “así es como todo funciona mal”, por lo cual en lugar de destruir economías con pequeños actos, debemos construir con los actos correctos.
 
(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

El petróleo y la traducción en riqueza


Por Héctor Farina Ojeda (*)
La riqueza proveniente de la explotación del petróleo ha impulsado, sin lugar a dudas, el desarrollo de muchas naciones, aunque también ha dejado la sensación de que nadar en la abundancia no significa minimizar la pobreza ni generar una mejoría colectiva a partir de ingresos extraordinarios. De la planificación de Noruega, un país petrolero que construyó su riqueza a partir de la inversión estratégica de los ingresos petroleros, hasta los resultados muy distintos en México, Venezuela o Bolivia, en donde las elevadas cifras de pobreza contrastan fuertemente con las millonarias cifras generadas por la bondad de tener combustible en territorio propio, hay un abismo. Al parecer tenemos una ecuación curiosa: el petróleo es riqueza pero no significa –necesariamente- menos pobreza.
El tema del petróleo y de los combustibles significa hoy una enorme preocupación para México, que tiene en este rubro a una de sus principales fuentes de ingreso. No sólo hay preocupación por la dependencia de los ingresos de esta fuente sino porque se sabe, a ciencia cierta, que la extracción de petróleo tiene su tiempo contado y que no se ha sabido aprovechar las bondades de haber recibido quizá más dinero que el que se dedicó a la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Y en los últimos años, el enojo de los consumidores por las subas constantes en el precio del combustible –en un país petrolero-, genera un escenario complejo en el cual se requiere sincerar el precio del combustible pero tratando, en la medida de lo posible, de no generar una espiral inflacionaria ni afectar a una ciudadanía que tiene problemas de ingresos.
En los últimos años, México ha adoptado la fórmula de pequeños incrementos periódicos en el costo del combustible, con el fin de no aplicar subas de golpe y porrazo, pero aunque esto parece moderado, el fondo del problema sigue siendo el mismo: no hay una mejoría en los ingresos de la gente, por lo que el ciudadano no tiene forma de hacerle frente a las subas, por más dosificadas que estas sean. Y, como doble fondo, parece que los ingresos petroleros no son suficientes porque no se reflejan en mejores condiciones sociales. Así lo podemos ver en Venezuela y Bolivia, naciones de contrastes entre ingresos y resultados.
Los casos mencionados deberían llevarnos a pensar no sólo en el potencial de ingresos que tenemos por la producción y venta de energía –no solo en petróleo- sino en la necesidad de tener administraciones más planificadoras y estrategas. Como hace cuatrocientos años nos dijera Don Quijote, la riqueza que fácil viene, fácil se va. Parece que no hemos entendido eso los latinoamericanos, que seguimos inundados de riqueza que no sabemos traducir en beneficios colectivos que acaben con la marginalidad y la exclusión. Tenemos el extraño talento de hacer llover solo en ciertos sectores al mismo tiempo que castigamos con sequía a los otros. Aunque esto no es un accidente, sino el resultado de cómo vivimos: en la informalidad, la carencia de planificación, y muy poca visión de futuro.
Cuando no tenemos una buena administración ni una estrategia clara de desarrollo, la riqueza natural se pierde en malos manejos, en negligencia o en la corrupción. Es por eso que aunque un país pequeño y necesitado como Paraguay pueda “bañarse en petróleo” en 2014, como lo afirmó en forma alegre el presidente Federico Franco, ello no representa ninguna certeza en cuanto a la reducción de la pobreza, la minimización de la marginalidad o una distribución medianamente justa de los ingresos. Más que pensar en la riqueza natural, hay que pensar en la riqueza de la capacidad de hacer y de producir competitivamente.
Paraguay necesita aprender a traducir su riqueza energética en riqueza para la gente: aprovechar -de una vez por todas- la extraordinaria producción de energía eléctrica para dinamizar toda la economía, sobre todo favoreciendo el sistema de transporte y comunicaciones. Mientras los países petroleros se preocupan por el fin de este recurso, en Paraguay no hemos sabido aprovechar la electricidad que nos sobra. No importa que se trate de petróleo, electricidad, gas, titanio u oro: más ingresos para administraciones sin estrategia ni planificación equivale a despilfarro y robo de oportunidades. Ojalá que alguna vez el gobierno electo presente un plan serio para el mejor aprovechamiento de los recursos que sobran, de manera que comencemos a traducir riqueza natural en riqueza para la gente.
(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.