domingo, 26 de abril de 2009

Sistemas de credibilidad

Por Héctor C. Farina (*)

El escándalo que envuelve la figura del presidente de la República, Fernando Lugo, debido a su oculta vida personal como obispo que hoy llena los espacios mediáticos, nos coloca frente a una crisis de credibilidad que, no obstante, en el fondo, no debería sorprendernos más allá de las peculiaridades de este caso. La pérdida de credibilidad que afecta al Presidente, si bien obedece a un comportamiento personal del mandatario, debería llamarnos a una profunda reflexión sobre un hecho crucial para la construcción de un mejor país: nuestros sistemas de selección de autoridades y nuestras jerarquías no sirven para hacer que aquellas personas creíbles ocupen los puestos que se merecen.

El mismo presidente Lugo es el resultado del descontento de todo un pueblo hacia los sistemas de gobierno de los colorados, que durante seis décadas condenaron al país a vivir bajo la sombra de los corruptos. El ex obispo no fue el resultado de un proceso de selección de las personas más idóneas y creíbles para gobernar una nación, sino fue la tabla de salvación que se buscó fuera de los partidos políticos y de los sistemas prebendarios de donde salieron los anteriores gobernantes. El fracaso de los partidos y de las canteras de formación de líderes hace que busquemos credibilidad en otros estamentos, en esferas que creemos que no están contaminadas.

La crisis de credibilidad que hoy enfrentamos no responde solo a un caso actual sino a un fenómeno estructural del que no nos hemos ocupado como corresponde. Los partidos políticos, tanto los tradicionales como los recientes, no son referentes de confianza ni de compromiso con la sociedad. Sus líderes, sus miembros y hasta sus seguidores tienen el estigma de la corrupción, del oportunismo y de la mentira. Son representantes de sus propios intereses aunque pretenden aparentar que se preocupan por los demás. Son personajes ajenos a la confianza ciudadana, como los senadores y diputados, que no son el resultado de que la gente crea en ellos, sino el producto de un sistema torcido que se basa en listas sábanas para llevar al poder a los mediocres y avivados. Esto demuestra que el sistema no sirve para seleccionar a los mejores, sino para privilegiar a los sinvergüenzas.

Numerosos sectores de la vida paraguaya hoy están en un conflicto de credibilidad. Nuestras universidades están llenas de maestros que no son creíbles, porque se cuelan a las posiciones de mando gracias a favores políticos, a amiguismos y compadrazgos, o a cualquier factor ajeno a la capacidad personal. En cualquier dependencia pública sabemos que no encontraremos a los más idóneos sino a los más acomodados. Es por ello que tenemos una crisis de credibilidad, porque hemos perdido la capacidad de educar a los ciudadanos para ser mejores, así como hemos dejado que los incapaces ocupen aquellos lugares que no se merecen. No tenemos un sistema de formación de líderes capaces y creíbles, en tanto los mecanismos torcidos siguen siendo una plataforma para entronar a los inútiles.

El gran reto que debemos afrontar los paraguayos para concretar un cambio verdadero es el de construir sistemas más eficaces de formación de personas creíbles, con convicciones firmes y con un compromiso verdadero. Los sistemas de selección de las personas que pretenden ocupar cargos públicos deben ser más exigentes y transparentes, basados en la capacidad y en la honestidad. Quien quiera ser autoridad debe educarse para ello y construir una trayectoria de trabajo honesto que la gente pueda evaluar.

Tenemos que revisar profundamente nuestros criterios de formación y selección de líderes, para hacer que las personas respetadas lleguen a los puestos importantes y que no solo sean los mentirosos y corruptos los que administren el país. Si no revisamos nuestra educación y no renovamos nuestras canteras de formación, los mesiánicos, los corruptos, ladinos y vividores seguirán prevaleciendo en la política y en la vida pública. Sólo tendremos credibilidad y confianza, si nosotros mismos somos los constructores y promotores de un país más serio.

(*) Periodista. Master en Ciencias Sociales
www.vivaparaguay.com

domingo, 19 de abril de 2009

El poder en manos temblorosas

Por Héctor Farina (*)

Los paraguayos hemos visto, a lo largo de nuestra historia, gobernantes de todo tipo, así como formas muy diversas de ejercer el poder. Los tiranos y los endebles, los implacables y los pusilánimes, los intelectuales y los mediocres: bajo diferentes sistemas de gobierno han desfilado mandatarios que se vistieron con el poder para administrar la dirección del país. Algunos no fueron lo que esperábamos y otros se nos parecieron demasiado.

En nuestra historia independiente tuvimos gobernantes de la talla del Dr. Francia, el dictador implacable que manejó los hilos del poder con mano férrea, sin más límites que su voluntad. Eligio Ayala, un gobernante inteligente y preparado, nos dio una lección de cómo se debe gobernar cuando se rodeó de la gente más preparada del Paraguay para conformar su gabinete. Nos mostró que cuando el poder es administrado por los que saben, se logran los mejores resultados. Pero también el poder fue el cetro de los tiranos que hundieron al país, como Stroessner, quien durante 35 años impuso un sistema de terror que dejó una ciudadanía empobrecida y sin educación.

El inicio de la era democrática trajo consigo una serie de gobernantes que no cumplieron con las expectativas de una ciudadanía harta de tiranía y esperanzada en un nuevo rumbo: militares incultos, gobernantes corruptos e ineptos, desfachatados y hasta delirantes. El poder pasó por las manos de cinco presidentes colorados que se fueron dejando rastros de inutilidad, corrupción, sumisión, desvergüenza y cinismo. Las políticas sin dirección, sin sustento o directamente esquizofrénicas no fueron capaces de solucionar los problemas de la gente. Y por eso el hartazgo, por eso el voto por el cambio.

Hoy el poder atribuido por los ciudadanos se encuentra en manos del ex obispo Fernando Lugo, un presidente que hasta el momento se ha mostrado tibio, indeciso y hasta pusilánime. No tiene control sobre los hilos del poder y más bien parece que son otros tentáculos los que lo gobiernan a él. Se mueve con vacilación, como si esperara la aprobación en cada paso y por ello no termina de afirmarse ante el temor de tener que regresar el pie. Toma decisiones para luego recular, con lo que deja la sensación de que no tiene claridad a la hora de decidir o no tiene la última palabra en las decisiones. Errático, sin definir el rumbo mediante el cual se consolidará el cambio, mantiene una política a la deriva, navegando sin fuerza en medio de las presiones de sectores que sólo buscan sacar provecho de la coyuntura.

El poder parece quemar las manos de Lugo, quien ha llamado más la atención por un escándalo en su vida personal que por sus acciones como gobernante. No solo parece que el poder es administrado por manos temblorosas, sino que queda la sensación de que los oportunistas se ocultan tras esos temblores y que están expectantes para dar el zarpazo. La tibieza genera incertidumbre, y la indecisión de Lugo hace que veamos el cambio como algo sin forma, como algo que no se traduce en hechos concretos.

Los ciudadanos debemos recordar que tenemos poder dentro del sistema democrático y que tenemos que ejercerlo mediante nuestra capacidad de hacer, de cuestionar y de proponer. Tenemos que ser protagonistas y ejercer nuestra ciudadanía en forma responsable, para que la gente sea el contrapeso del poder de los gobernantes y que no sean las presiones de los politiqueros y avivados las que condicionen el manejo del poder.

Lugo tiene que entender que la ciudadanía exige acciones firmes para combatir la corrupción, para generar empleos, para tener una mejor educación y para mejorar las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Ni su indecisión, ni su tibieza ni sus escándalos sirven para tener el país mejor que todos queremos. Necesitamos firmeza y acciones concretas. A los tibios, hay que vomitarlos.

(*) Periodista. Master en Ciencias Sociales
Publicado en Viva Paraguay

jueves, 16 de abril de 2009

De oportunistas y oportunidades

Por Héctor Farina (*)

Los signos que se pueden percibir por medio de las acciones del gobierno que prometió el cambio son claros a la hora de descubrir que no se ha modificado la visión tradicional del oportunismo ni se ha concretado un proceso de generar oportunidades. Esa vieja mentalidad llagada descrita con genialidad por Gabriel Casaccia en “La Llaga” (1963) sigue vigente en el accionar de muchos paraguayos: perviven los arribistas, los oportunistas, los que solo están a la espera de un golpe de suerte para mejorar su situación. La confusión o el cinismo hacen que prevalezca la idea errónea y corrupta de que las oportunidades son aquello que se aprovecha para pegar el zarpazo y no aquello que uno construye con su trabajo, su capacidad y su convicción.

Casaccia retrató bien al oportunista en la figura de Gilberto Torres, el pintor que representa al arribista que busca mejorar su condición con un golpe de suerte. Torres sueña con la grandeza pero no hace nada para merecerla, en tanto se mantiene a la expectativa de un cambio en los aires políticos para salir beneficiado. Este personaje parece representar a varias generaciones que se acostumbraron a vivir del oportunismo, de aprovecharse de posiciones que obtuvieron sin trabajar por ellas y sin tener la capacidad necesaria. Incontables décadas de coloradismo nos acostumbraron al oportunismo, a que los cargos, puestos y negocios no dependan de que cada quien se gane su propia oportunidad, sino de que se tenga algún padrino, pariente, correligionario o amigo que haga el favor. De esta manera las oportunidades dejaron de ser una responsabilidad para convertirse en una dádiva o en una pieza de cambio por lealtades políticas, por complicidad o por simple amiguismo.

Anteponer el compadrazgo, el nepotismo y el prebendarismo, entre otros vicios, a la capacidad de hacer, de producir y competir, es uno de los errores repetidos por los distintos gobiernos y asimilados como algo normal por parte de muchos ciudadanos. Esto degradó nuestra educación y relegó a nuestros talentos. Hizo que perdamos competitividad y que dejemos de preocuparnos por nuestra capacitación, ya que un sistema de oportunismo no hace justicia a los méritos y termina premiando al que menos se lo merece. Y lo peor de todo: el oportunismo hizo que muchos olviden cómo se crean las oportunidades y qué es lo que debemos hacer para merecerlas.

Si realmente queremos el cambio para el Paraguay no podemos seguir viviendo a costa de oportunismos: tenemos que recuperar nuestra capacidad de generar oportunidades, de capacitarnos y de darle a la gente preparada el lugar que le corresponde. Romper con la dependencia del oportunismo es algo que no podemos postergar, en tanto tenemos que trabajar para tener un país de oportunidades en el que todos podamos aspirar a una mejor educación, a mejores empleos y a un justo reconocimiento por nuestro esfuerzo. Si seguimos viendo que el Gobierno se llena de oportunistas y no genera oportunidades, no habrá más cambio que el del color de los arribistas de turno. Y eso equivale a seguir dependiendo de la mediocridad de unos pocos avivados y a relegar a muchos con mayores capacidades.

Los paraguayos tenemos que cambiar nuestra actitud y aprender a ser promotores y constructores de nuestras propias oportunidades: necesitamos más educación, más preparación, más trabajo y menos politiquería. Es hora de que las oportunidades sean para quienes las merecen y no para los oportunistas de siempre.

(*) Periodista. Master en Ciencias Sociales.

Publicado en Viva Paraguay