domingo, 25 de noviembre de 2012

Visión y planificación

Por Héctor Farina Ojeda (*)

La visión hacia el futuro y la planificación del rumbo son dos de los elementos característicos de las economías desarrolladas. Con economías planificadas y visionarias, saben cómo construir sobre la base de las fortalezas que posean en materia geográfica, en recursos naturales y, sobre todo, en recursos humanos. Necesariamente, la planificación pasa por pensar en un objetivo a mediano y largo plazo, en mecanismos para avanzar y en la construcción de un modelo económico que permita atender todas las necesidades y aprovechar todas las potencialidades de una nación. De ahí los modelos basados en la explotación de recursos naturales, en la industrialización o en la venta de servicios.

Planificar es algo normal para los países que dieron el gran salto desde la pobreza hasta la riqueza. Lo hicieron en Taiwán, a partir de la repatriación de sus cerebros y el fuerte incentivo al desarrollo de la tecnología. O en Holanda, para hacer del país un centro estratégico para el comercio y las finanzas. Suiza, planificada, ordenada y confiable, ha sabido sacar provecho de un territorio acotado y mediterráneo, que sin embargo es un enclave fundamental para el movimiento de las finanzas internacionales. Saber planificar es hacer lo que hicieron los noruegos con los ingresos del petróleo, mediante los cuales se formaron generaciones de profesionales competitivos que hoy son una inagotable fuente de riqueza para el país.

La visión económica es quizá una de las mayores ventajas para construir naciones más estables que se adelanten a los tiempos y sepan posicionarse en donde estará la riqueza. Lo demostraron los japoneses, que en medio de las ruinas dejadas por la Segunda Guerra Mundial supieron ver en el avance tecnológico a la fuente de ingresos que cambiaría la situación del país. El "milagro japonés" en realidad tiene poco de milagroso y mucho de visionario, mucho de planificación, inteligencia y trabajo. Se adelantaron a los tiempos y cuando el mundo necesitó con urgencia la tecnología, los mejores en la materia eran los japoneses. Ser visionario es anticiparse y estar listo para los cambios que se dan en forma constante.

Los visionarios de hoy son los que saben que hay modelos que se agotarán y que emergerán otros, con nuevas necesidades y nuevas expectativas. Eso lo saben los israelíes, que trabajan en forma acelerada para innovar en el campo energético y prever el fin del dios petróleo y la nueva dependencia de energías renovables. No sólo buscan que todo su parque automotor sea movido a electricidad, sino que cuando ocurra el cambio de matriz energética ellos sean los que puedan abastecer la demanda.

En contrapartida, cuando miramos a las economías latinoamericanas lo que encontramos es que la planificación y la visión son esporádicas y, en ocasiones, anecdóticas. Casi no hay planificación a mediano y largo plazo, sino que existe la urgencia de la coyuntura, de lo momentáneo y lo espectacular. Antes que pensar en una generación de profesionales capacitados, se priorizan los monumentos, obras y todo aquello que pueda ser exhibido en poco tiempo como un "logro". Por eso siempre se inauguran hospitales y escuelas, aunque nuestra salud esté en eterna terapia intensiva y nuestra educación sea de una calidad muy lejana a la requerida para tener una sociedad mejor. Nuestros gobernantes viven pendientes de la siguiente elección y ajenos a la siguiente generación, por lo que buscan efectos fugaces que impresionen a los potenciales votantes y no efectos duraderos que hagan que los memoren como aquellos que tardaron décadas pero lograron cambios significativos.

Seguir viviendo de la coyuntura, de la explotación de recursos finitos o de la dependencia ajena no hará que haya menos pobres ni mejorará nuestra calidad de vida. Nos hace falta pensar más allá de un periodo de gobierno o de la siguiere elección. Deberíamos responder a las preguntas de a dónde queremos ir, cómo lo haremos y cuál será nuestro modelo económico. Pero debemos empezar ya.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

lunes, 19 de noviembre de 2012

La corrupción y sus consecuencias económicas

Por Héctor Farina Ojeda (*)

Aquella expresión popularizada que habla de que pasamos de la corrupción del Estado a un "estado de corrupción" podría servir para resumir uno de los males que con mayor virulencia golpean a Latinoamérica. La palabra corrupción se ha vuelto tan cotidiana que ya no asusta, no asombra y hasta se ha divorciado de muchas de las prácticas de gran parte de la población, de tal manera que no la relacionan con la "coima", la "mordida" o el "regalo". En un contexto en que las prácticas corruptas se han hecho comunes y se mimetizan con la complicidad de la indiferencia, los efectos, sin embargo, no pasan desapercibidos: la pobreza, la falta de empleos, la escasa confianza, las inversiones truncas y la mala distribución de la riqueza son pruebas palpables.

Cuando vemos cómo funcionan las sociedades más desarrolladas y comparamos los niveles de corrupción con los de los países latinoamericanos, la diferencia resultante es equivalente a cómo vivimos. Mientras países como Suecia, Noruega, Dinamarca o Finlandia tienen niveles de corrupción irrisorios y gozan de los estándares de calidad de vida más altos del mundo, en contrapartida los latinoamericanos aparecen en los primeros lugares en materia de corrupción pero muy abajo cuando se mide la calidad de vida o los logros sociales. Hay una relación entre la corrupción y la pobreza, pues los más corruptos son los más pobres. Esto lo han entendido muy bien los países desarrollados, en cambio los emergentes y los atrasados parece que no quieren percatarse de todo lo que se ha echado a perder debido a la corrupción.

Y otro factor que es fundamental para comprender por qué hay sociedades menos corruptas que otras es la educación. No es casualidad que Noruega, que goza de uno de los sistemas educativos de mayor calidad a nivel mundial, posea índices casi nulos de corrupción. Las sociedades más instruidas son las que menos se corrompen, las que saben que el progreso y el desarrollo no se logran sobre la base de la trampa, la mentira o el saqueo permanente de las arcas del Estado en detrimento de la gente. Al contrario, celosas de sus recursos, los cuidan y los administran de la manera más eficiente posible, con miras a buscar que se conviertan en inversiones que garanticen el futuro.

En cambio, en un círculo vicioso cruel, los latinoamericanos convivimos con estados de corrupción debido a nuestra pobreza educativa: hay corrupción por falta de educación, pero cuando se busca invertir en materia educativa, los corruptos se quedan con el dinero y, por lo tanto, se mantiene el mismo estado de cosas. Ejemplos de esto lo vemos en países como Bolivia, Venezuela o México, que se jactan de invertir en educación un porcentaje cercano al 6% del Producto Interno Bruto (PIB), es decir, lo mismo que invierte Finlandia, pero a la hora de ver los resultados el contraste es impresionante: exhiben elevados niveles de pobreza, desigualdad y atraso, mientras que el país nórdico se ubica entre los que casi no tienen pobres, generan mucha riqueza y aseguran condiciones de vida dignas para toda su población. En otras palabras, invertir más no es garantía de mejoría cuando no se puede asegurar que la inversión sea la correcta.

Un país necesitado como Paraguay no debería permitir que la corrupción siga siendo un elemento casi folclórico que se aparece cada vez que haya que administrar algún recurso, ocupar un cargo o gestionar un trámite. Algo que debemos hacer con urgencia es tomar conciencia de la necesidad de cuidar nuestros recursos y hacer que se inviertan correctamente en lo que más nos urge: educación y salud. Si tan sólo usáramos los ingresos de las binacionales para financiar generaciones más preparadas -tal como lo hizo Noruega con el petróleo- en un par de décadas podríamos lograr uno de los giros más significativos de nuestra historia.

Debemos entender que la corrupción se traduce en muchas cosas que no queremos: pobreza, marginalidad, injusticia, mentira, exclusión, pérdida de confianza, carencia de empleos, miseria y abandono. Cuando comprendamos que no es "vivo" sino cretino el que paga una coima, se queda con dinero ajeno o tuerce alguna regla, entonces daremos un paso adelante como sociedad. Menos corrupción y más educación: así debe ser para que cambiemos una realidad doliente por una sonriente.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

domingo, 11 de noviembre de 2012

La diferencia fundamental: educación


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Su inversión en materia educativa llega al 6% del Producto Interno Bruto (PIB), en tanto que lo destinado a ciencia y tecnología es del 4%. Sus maestros son respetados, altamente competitivos, y ocupan un lugar importante en la sociedad. Sabedores de que ir a la escuela y aprender no sólo es una cuestión ritual sino la base de la construcción de un país, sus niños asisten regularmente a clases, pese a las condiciones climáticas, las adversidades coyunturales o cualquier excusa de turno. Por eso, no debe sorprender que los estudiantes de Finlandia se posicionen en el primer lugar de la prueba internacional Pisa, que mide el rendimiento de los estudiantes a nivel mundial, ni debería llamarnos la atención que tengan un país competitivo, con una alta calidad de vida y que sean innovadores y capaces de crear sus propias oportunidades, tal como lo hicieron al convertirse en pioneros en telefonía celular.

Estos datos, ya muy conocidos, forman parte de la diferencia fundamental que marca el abismo entre las naciones ricas y las pobres: la educación. Pero educación competitiva y de calidad, y no aquella discursiva, politizada e ideologizada con la que tanto ruido hacemos en Latinoamérica, pero que tan pocos resultados favorables ha dado a la gente. Invertir en la gente, darle oportunidad de crecimiento, y hacer que desarrolle su vida consciente de que la formación es esencial para lograr un buen empleo, para concretar un proyecto o tan sólo para tener las condiciones necesarias de satisfacer las necesidades, es algo que los latinoamericanos tenemos pendiente. Lejos de la obsesión que tienen los singapurenses por la educación o de la extraordinaria planificación noruega para formar a sus recursos humanos, Latinoamérica se ve como el sitio de las promesas vacías y los discursos sin contenido que terminan enarbolando a la educación como una palabra para seducir incautos y no como una causa de sobrevivencia.

Mientras las principales universidades del mundo destacan por su producción científica y por formar a aquellos referentes que nos indiquen hacia dónde debemos ir en tiempos de crisis como los de ahora, en universidades atrasadas se ha politizado la educación, al punto de priorizar la puja por cargos y el control del presupuesto, de forma tal que funcionan como semilleros ideológicos o centros de paso que apenas ofrecen educación de baja calidad, insuficiente para atender las necesidades de competencia en un mundo globalizado. Basta con ver los ejemplos de las universidades finlandesas –de donde salieron los cerebros que formaron una empresa de telefonía celular que factura al año más que todo el Paraguay-, o las de Israel, un país líder en el registro de patentes por habitante a nivel mundial y que ha logrado notables avances en la medicina y en la producción de un sistema de transporte basado en energía eléctrica. Ni hablar de Japón y la nanotecnología o los institutos tecnológicos de India que, seguramente en poco tiempo, harán de este país uno de los más poderosos en el campo de la innovación tecnológica.

En contrapartida, las casas de estudio latinoamericanas aparecen en los periódicos gracias a los conflictos: peleas por presupuesto, huelgas, manifestaciones ideológicas, peleas con sindicatos y maestros, mala administración de los recursos…Esto nos habla de la pérdida de respeto hacia nuestra educación, hacia los fundamentos de la construcción de nuestra capacidad, nuestras oportunidades y nuestro destino. La politización de la educación y la pérdida de entusiasmo de la gente en materia educativa quizá sean dos de los motivos por los cuales hoy vivimos inmersos en sociedades poco instruidas, con recursos humanos poco competitivos y con economías primarias, precarias y altamente desiguales en la distribución de ingresos.

Si comparamos la inversión educativa de Paraguay, así como la calidad de dicha inversión, con las inversiones de los países desarrollados, seguramente comprenderemos por qué el atraso, por qué la corrupción, la pobreza, la desigualdad o la injusticia social. La diferencia fundamental entre países ricos y pobres es la calidad educativa. Por eso no funcionan las recetas para mejorar la economía y por eso se suceden las administraciones, los discursos, los sesgos ideológicos y los planes, sin que se pueda cambiar la situación de pobreza que afecta a más de la mitad de los paraguayos. No existe en la historia una revolución que se haya hecho sin gente capacitada para ello. Y nuestra verdadera revolución debería ser educativa, haciendo que la gente sea el principal centro de inversión y el principal agente de cambio. Pero, definitivamente, no lo lograremos si mantenemos la situación de desinterés hacia lo educativo. La consigna debería ser: primero la educación, y luego la educación.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

domingo, 4 de noviembre de 2012

La confianza perdida y la riqueza encontrada


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Entre las grandes diferencias que podemos encontrar entre los países desarrollados y las economías emergentes, el régimen de confianza es, sin lugar a dudas, uno de los más significativos para la promoción de los emprendimientos, las inversiones y las innovaciones. Cuando una sociedad genera confianza, el resultado se nota en el incentivo que existe para invertir, generar empleos, asumir riesgos y buscar impulsar proyectos. En cambio, cuando la sociedad no genera confianza y, al contrario, se mueve entre la incertidumbre y el poco respeto a las normas, la sensación nos lleva a la cautela, al temor a invertir, a promover o simplemente a arriesgarse.

El régimen de confianza es fundamental para generar una ciudadanía activa, que crea en sus instituciones y tenga la convicción de que iniciar un proyecto vale la pena. Esto lo podemos ver cuando observamos a Noruega, un país que tiene una presión tributaria que llega al 60% y que tiene una elevada aceptación por parte de los ciudadanos que pagan impuestos. Los noruegos son conscientes de que pagar impuestos es necesario, puesto que ven los resultados en su vida cotidiana: acceso a uno de los mejores sistemas educativos del mundo, sistemas de salud altamente eficientes, seguridades sociales garantizadas, estabilidad, progreso y prácticamente todo lo necesario para el ciudadano está asegurado. De esta manera, pagar impuestos en un contexto de confianza es una garantía de calidad de vida para los contribuyentes.

En las antípodas, la presión tributaria de América Latina es baja frente a Noruega y los países nórdicos. Con niveles de entre el 10 y el 20% como máximo, con una gran informalidad, los contribuyentes no sólo no quieren seguir pagando impuestos –porque desconfían con justa razón del destino de su dinero-, sino que se sienten estafados e indignados cada vez que algún gobierno requiere dinero e incrementa impuestos. No existe la confianza necesaria entre los gobernantes y los gobernados, entre autoridades y ciudadanos, entre mandatarios y mandantes. La corrupción es una mediadora de dichas relaciones, por lo que la desconfianza hacia cualquier tipo de iniciativa es casi un síntoma reflejo. Esto genera sociedades que no quieren contribuir, que prefieren la informalidad, y que son reacias a cualquier tipo de inversión que implique una contraparte del sistema, el mismo que se encuentra inficionado por la corrupción y que seguramente se robará lo que recaude.

La confianza que genera un país como Suecia, que posee una ley de transparencia desde hace más de 200 años, parece utópica si nos ubicamos en algunos países de América Latina, en los que el secretismo, la falta de respeto a la norma, la inseguridad jurídica o la inestabilidad política hacen que exista temor para cada cambio, para cada intento por hacer algo diferente. La transparencia al estilo sueco genera confianza y promueve ciudadanos seguros de las reglas, de las instituciones y de que las condiciones de juego no se torcerán en forma imprevista para perjudicar a unos y beneficiar a otros.

Los latinoamericanos todavía estamos lejos de un país como Israel, en donde se incentivan los emprendimientos a tal punto que aquellos que se equivocan o fracasan en alguna iniciativa son respetados y reconocidos por la misma sociedad. En cambio, la falta de confianza en nuestros países hace que no sólo sea temerario emprender, sino que además el sistema excluye a los que fracasan. Esto hace que emprender sea una aventura sin un destino cierto, sin reglas claras y sin seguridades. Todavía nos falta aprender de la seguridad de los nórdicos, del incentivo de los israelitas y de las garantías de países asiáticos.

Recuperar el régimen de confianza debe ser una de las grandes causas en América Latina. Y más aun en países altamente necesitados como Paraguay, en el que se han perdido muchas inversiones, muchos proyectos y muchas buenas iniciativas por la falta de confianza en los gobiernos, en las leyes o en las condiciones de juego. Hace falta un país más serio en el que emprender no sea una aventura alocada y solitaria. Y nos hace falta aprender a consolidar instituciones creíbles, con sistemas de formación que garanticen que aquellos que asumen un cargo estén preparados para ello. Hay que dejar de ser un país inestable, inseguro y poco serio, para pasar a uno en el que sea creíble invertir, emprender, proyectar y vivir.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

sábado, 3 de noviembre de 2012

El abismo marcado por la investigación


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Investigar, conocer, inventar, innovar. Estas palabras se han vuelto claves en los últimos tiempos, cuando la economía dejó de depender de la producción primaria y los recursos naturales para basarse en el conocimiento. Hoy las economías que más progresan son las que saben cómo explotar el conocimiento y se posicionan en el sector de servicios, en donde se concentran dos terceras partes de la riqueza que se produce. Y en este contexto, existe un abismo entre los países desarrollados, que invierten en ciencia y tecnología, y los países atrasados, que todavía no comprenden la necesidad de cambiar los esquemas tradicionales de producción primaria para pasar a la economía del conocimiento.

Como decíamos ayer, la inversión en ciencia y tecnología es un factor que ha permitido dar el gran salto a países como Finlandia, Singapur, Corea del Sur y Taiwán. Mientras países con grandes territorios y riquezas naturales todavía se debaten entre el atraso y el hambre, un país pequeño, rodeado de conflictos, como Israel, posee la mayor inversión en innovación a nivel mundial, en tanto su nivel de investigación científica hace que siempre estén en busca de algún invento que los siga manteniendo a la vanguardia. La investigación es vista en este país como una cuestión de sobrevivencia. O veamos el caso de India, que está invirtiendo mucho en el desarrollo de la tecnología, por lo que en algunos años podría convertirse en el gran referente mundial de la economía basada en lo tecnológico.

Mientras Qatar busca poseer un sistema de trenes de levitación magnética, Israel quiere ser el mayor productor de autos eléctricos, Corea del Sur, Taiwán, Japón y Singapur se pelean por el liderazgo en cuanto a tecnología informática, los países de América Latina siguen anclados en sus sistemas de producción basados en la explotación de la tierra, la exportación de materia prima o el simple suministro de algún recurso natural finito. El contraste es contundente y los resultados dolientes: los primeros progresan y los segundos están rezagados, cada vez más dependientes de la producción ajena, y ostentan escandalosos niveles de pobreza, marginalidad y carencias.

Los latinoamericanos todavía no han tomado en serio el problema de la ciencia y la tecnología. Basta con decir que el país que más invierte actualmente en ciencia y tecnología es Brasil, que destina el 1,1% de su Producto Interno Bruto (PIB) a este campo. Pero, esta cifra -la más alentadora que tenemos- se encuentra todavía muy lejos de lo que invierte Finlandia: 4% del PIB. En tanto, la mayoría de los países latinoamericanos no llega al 1%: Venezuela, Bolivia, Ecuador o Paraguay presentan inversiones casi inexistentes, en tanto una economía grande como la de México apenas le dedica un 0,4%, es decir la décima parte de lo recomendable.

No invertir como se debe en la ciencia y la tecnología equivale a seguir anclados en modelos productivos obsoletos, a vender petróleo sin refinar o gas en estado natural; equivale a depender de la compra de inventos ajenos, a no saber aprovechar la riqueza energética o a seguir manteniendo economías poco competitivas que no son capaces de reinventarse para generar mejores ingresos, mejores empleos y más oportunidades.

La riqueza natural finita no alcanza para lograr sociedades que progresan. La riqueza de hoy está en investigar, innovar, saber, emprender y desarrollar. Los niveles de competencia hacen que cuanto más nos atrasemos, más pobres seamos y más indefensos quedemos ante los que sí avanzan.

El Paraguay es un ejemplo del desinterés manifiesto hacia la ciencia y la tecnología, pues no se apuesta por la investigación, la inversión es inferior al 0,1% del PIB, y prácticamente no hay formación de investigadores en las universidades. Y este desinterés nos vuelve antípodas de los países del primer mundo y de todos sus resultados en materia de crecimiento, progreso y desarrollo.

O revertimos ese desinterés hacia la investigación y empezamos a invertir y trabajar como se debe, o nos resignamos a ser cada vez más atrasados, más indefensos y dependientes, y más lejanos a los estadios de progreso y bienestar. Evidentemente, la segunda opción no es viable, aunque algunos se sientan cómodos con ella.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.