domingo, 24 de febrero de 2013

Jóvenes en las calles, oportunidades perdidas


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

Los podemos ver en las esquinas, limpiando vidrios, vendiendo caramelos o simplemente pidiendo una moneda al ocasional automovilista que pasa. Son niños y jóvenes que viven del dinero que recaudan en las calles. La descripción de la situación podría muy bien aplicarse a cualquier ciudad de América Latina: desde algún cruce con semáforo en Ciudad de México hasta alguna avenida de Asunción. O Lima o Buenos Aires. Yo lo acabo de ver en la ciudad de Ocotlán, en Jalisco, México, en donde en las esquinas se puede contemplar esa postal ya tan recurrente que nos muestra como sociedades desinteresadas que dejan a sus jóvenes en la calle, a merced de lo que allí les pueda ocurrir.

Cuando vemos a los jóvenes en las calles, fuera del sistema educativo y sin más oportunidad que la moneda que alguna mano comparte, debemos preguntarnos qué es lo que se ha hecho mal para que hoy tengamos problemas de empleo, de inclusión en la educación y de oportunidades insuficientes para el segmento que debería ser el más dinámico de cualquier país. Y aunque convengamos que es la necesidad la que impulsa el trabajo en las calles, también debemos comprender que una moneda no es una solución al problema sino sólo un mecanismo para que todo se mantenga, sin atacar el fondo ni afectar a lo estructural.

Un primer toque de alerta es que un joven que trabaja en la calle, sin preparación y sin formar parte de un sistema educativo, es una persona que tendrá bajos ingresos, que no tendrá facilidades para el acceso al mercado laboral y que, casi en forma segura, no podrá salir de la condición de pobreza que lo empujó a las calles. Cuando un joven no estudia y vive del dinero que le dan en las calles, generalmente no empata con el mercado laboral. Es decir, por más que se generen empleos y haya oportunidades, difícilmente un joven sin preparación puede acceder a los puestos. Pasa en ciudades en las que se instala alguna industria especializada, como la farmacéutica, que genera cientos de puestos de trabajo, pero estos requieren una formación específica que pocos poseen, por lo que inmediatamente una gran parte de la población queda excluida. Esto les pasa a muchos de nuestros jóvenes, que sin tener educación no pueden aspirar a empleos de calidad, a buenos ingresos o a una estabilidad laboral que permita mejorar su calidad de vida.

Vivimos en sociedades que requieren mano de obra capacitada, por lo que no podemos condenar a la población juvenil a la tramposa oportunidad de una moneda, que beneficia por un momento pero puede condenar a largo plazo. En México, un país de gente joven, uno de los grandes problemas actuales es el de los más de 7 millones de "ninis" -los que ni estudian ni trabajan-, que amenazan con convertirse en una generación perdida que tarde o temprano afectará negativamente a la economía del país. O lo mismo podemos ver en Paraguay, beneficiado con el bono demográfico que se traduce en que el 62% de la población tiene menos de 30 años, pero que sin embargo no está explotando este potencial y, en cambio, está dejando que una generación completa sea hija de la pobreza educativa, la exclusión y la falta de capacidad para posicionarse en un mundo competitivo.

No invertir en la educación de los jóvenes por 5, 10 o 15 años hoy puede equivaler a tener personas excluidas del mercado laboral y pobres durante toda su vida, es decir 50, 60 o 70 años. En cambio, un joven preparado se volverá un profesional que aportará beneficios a lo largo de su vida.

Cada vez que veamos a un joven viviendo de pedir dinero en la calle o de limpiar vidrios debemos pensar qué estamos haciendo mal como sociedad para que no podamos darles la oportunidad de estudiar, ser profesionales y generarse una calidad de vida sobre la base del trabajo productivo. Si dejamos que los niños y jóvenes se engañen mediante la percepción de ingresos rápidos por ahora, lo que lograremos es condenarlos a ingresos bajos durante muchos años.

En este tema hay que ser radicales y asumir que ni las monedas ni los apoyos de fachada ni, mucho menos, las ayudas prebendarias y oportunistas cambiarán algo. Hay que atacar el fondo con soluciones estructurales que generen inclusión y oportunidad. Y eso pasa por capacitarlos, darles un oficio y volverlos competitivos.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

domingo, 17 de febrero de 2013

Los pantanos del progreso


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

Una de las marcadas peculiaridades que tenemos los latinoamericanos a la hora de buscar el progreso es la tentación a empantanar cualquier discusión, idea o emprendimiento, debido a la incapacidad de generar consensos y pensar en un destino común. Nos pasa cuando se apuesta por un modelo económico, cuando se habla de romper la dependencia con las grandes economías o cuando, simplemente, se requiere invertir los recursos en necesidades fundamentales como la educación, la infraestructura o la innovación. En democracias inmaduras, con oposiciones que no han entendido su rol de contrapeso, la construcción de consensos para emprender algún proyecto siempre es algo demasiado complicado, al punto que parece que se debe construir sin el otro, contra el otro y a pesar del otro.

En naciones sin un rumbo definido, sin una planificación estratégica hacia un estadio de progreso, las iniciativas de cambio se vuelven controversias recurrentes, en las cuales una discusión sucede a la otra sin que se tenga mayor interés que el beneficio personal en detrimento del resto. Por eso resulta tan difícil planificar y concretar la construcción de una carretera, de una reforma educativa que realmente sirva para mejorar la capacitación de la gente, o establecer qué tipo de inversiones requiere un país para generar empleos y una distribución más justa de la riqueza y las oportunidades.

Estas confusiones sobre hacia dónde ir y cómo llegar siempre aportan vacilación a cada paso y nos obligan a regresar y reiniciar cada proyecto, ralentizando todo. Lo podemos ver en nuestros sistemas de justicia que no alcanzan a generar confianza en el ciudadano, o en nuestras leyes, que pueden ser interpretadas, reinterpretadas, exacerbadas o ignoradas según la coyuntura. Y tenemos pruebas de estas confusiones e indefiniciones en cada discusión sobre temas que ya deberían haber sido superados hace años, pero que hoy siguen llenando espacios mediáticos con mucho ruido y poco provecho.

Cuando pensamos en las enormes necesidades de países como Paraguay, no podemos dejar de escandalizarnos al ver que no hay consensos para hacer proyectos que permitan cambiar la matriz energética del país ni para dejar de aparecer como uno de los países con la menor infraestructura vial de la región. Aunque todos estén conscientes de que hay que renovar el obsoleto sistema de transporte público, no hay un acuerdo para tener un metrobus ni para trenes eléctricos, ni siquiera eficiencia para lograr que las chatarras dejen de circular. Mientras en los países desarrollados se busca que los sistemas de trenes sean más rápidos que los aviones, en países atrasados se sigue discutiendo sobre subsidios a sistemas ineficientes o sobre la falta de cumplimiento de normas básicas. Tan ineficientes son las autoridades y tanta desidia hay que ni siquiera se ha logrado que las unidades del transporte público de pasajeros cierren las puertas cuando están en movimiento.

Un pantano para el progreso lo constituye la innecesaria controversia sobre el presupuesto a las universidades. A pesar de los ejemplos de Finlandia, Noruega o Singapur –que progresan porque invierten en educación-, los latinoamericanos siguen atrapados en la esterilidad de los recortes a las universidades, en las peleas por cuotas de poder y en la absurda politización de los recursos para la formación de la gente. En lugar de un proyecto común y de asumir la convicción de que nos urge tener universidades competitivas y estudiantes preparados, la discusión se traslada hacia las antipatías personales de gobernantes y rectores, hacia los cupos políticos en las esferas de poder o hacia los nombres de los administradores de la chequera.

Con este tipo de empantanamiento recurrente, que deriva en el deporte nacional del palo en la rueda, difícilmente podamos lograr consensos para tener una mejor infraestructura, un mejor sistema educativo o tan solo un transporte público decente. La planificación de una nación debe ponerse por encima de los grupos, las facciones o las discusiones kafkianas. ¿Cuándo aprenderemos a ponernos de acuerdo para construir el país que queremos?

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

martes, 5 de febrero de 2013

La industria basada en el conocimiento

Por Héctor Farina Ojeda (*)

El proceso de cambio de la economía desde estadios de producción primaria hacia la producción basada en el conocimiento es no sólo una tendencia sino una necesidad para ubicarnos en el sector en donde hoy se concentra la riqueza. Ya no basta producir y vender, sino que se requieren conocimientos aplicados que permitan incrementar el valor agregado de aquello que producimos. Es un mundo competitivo, globalizado y en constante transformación, por lo que las viejas fórmulas de las economías agro-pastoriles hoy se encuentran en decadencia.

En este contexto, podemos ver que aquellas economías basadas en el conocimiento son hoy las que más riqueza generan, las que tienen más competitividad y pueden ofrecer mejores resultados a su gente. Hemos escrito y hablado mucho de Finlandia, Singapur, Taiwán o Corea del Sur, países en donde el alto nivel educativo de su gente ha derivado en el liderazgo a nivel mundial en sectores estratégicos, como la educación, el desarrollo tecnológico o la generación de ingresos que permitan minimizar la pobreza. Ciertamente, hay mucho que aprender de estas naciones, pero también en el interior de nuestras economías emergentes tenemos algunos ejemplos que podemos analizar para buscar el camino hacia economías más sólidas y con mayor capacidad de respuesta a las grandes necesidades de la gente.

Uno de esos datos llamativos que encontré en estos días es el crecimiento del 15% -en 2012- de las exportaciones de la industria electrónica del estado de Jalisco, México. Este estado del Occidente mexicano tiene una población cercana a los 7 millones de habitantes, es decir una cantidad similar a toda la población paraguaya. Con 600 empresas en el sector, las exportaciones de productos electrónicos (sobre todo teléfonos celulares, computadoras, tabletas y accesorios) generaron ingresos superiores a 21 mil millones de dólares el año pasado, en tanto en el sector de crearon 100 mil empleos. Esto nos habla de un sector en franco crecimiento (a nivel mundial y sobre todo en las economías emergentes) y de una apuesta hacia la producción especializada en el campo de la tecnología.

Mientras solo un sector en un estado de un país puede generar estos ingresos, en otro país como el Paraguay los grandes números de referencia apuntan a las exportaciones de carne, que totalizaron poco más de mil millones de dólares. 21 a 1. La notable diferencia de fondo es que hoy en día los precios de los productos que dependen del conocimiento aplicado son muy superiores a aquellos que sólo dependen de la manufactura. Producir programas informáticos genera más ingresos que plantar soja. Este vuelco debe ponernos en un punto en el que ya dejemos de pensar en la simple venta de materia prima, e incluso en la industrializada, y obligarnos a pensar en la economía del conocimiento, en donde la competitividad de lo que hacemos dependa, justamente, de la capacidad de nuestra gente.

En lugar de tener una larga lista de terratenientes que explotan la tierra en forma desmedida, sin aportar tributos ni generar una justa distribución de ingresos, deberíamos tener una larga lista de centros de formación en tecnología y de empresas que apuesten al crecimiento en un sector estratégico, a partir de la capacitación de los recursos humanos. Desde hace más de una década se habla de que el Paraguay podría ser un centro de exportación de programas informáticos en la región, pero en el país del eterno potencial y la esperanza inmortal cuesta mucho planificar, avanzar y concretar. Las discusiones siguen girando en torno a trivialidades y populismos, lo cual nos aleja de los debates sobre los grandes temas que le urgen a la sociedad.

Romper la dependencia de los modelos primarios de producción y empezar a desarrollar modelos basados en el conocimiento aplicado debería ser uno de los objetivos fundamentales para los siguientes gobiernos. Hay que comprender que no se trata de abandonar las riquezas que tiene el país en cuanto a recursos naturales, sino, por el contrario, sacarles un mayor provecho al tiempo que se busca generar ingresos y empleos a partir del desarrollo de los sectores que nos ubiquen a la vanguardia. Es el conocimiento, no la fuerza.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

lunes, 4 de febrero de 2013

Iniciativas y capacidad de gestión


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La situación de precariedad en medio de la riqueza que caracteriza a América Latina nos enfrenta ante la incertidumbre de saber qué tantas buenas iniciativas podemos emprender y cuál es la verdadera capacidad de gestión que tienen los gobernantes para administrar mejor los recursos y lograr que las iniciativas se concreten en forma beneficiosa para la sociedad. Como una forma ritual de prometer sin comprometerse, de comenzar sin la certeza del final, muchos de los proyectos que se emprenden en forma pomposa son condenados al limbo, el congelador, el estanque a algún lugar en donde no deje de ser proyecto pero tampoco se logre ponerle el adjetivo de "concretado".

Desde las iniciativas de integración regional y continental, los proyectos de combate a la pobreza, el mejoramiento de la calidad educativa, el fortalecimiento de los sistemas de infraestructura, la competitividad, la capacitación y tantos emprendimientos, nos acostumbramos a caminar sin llegar al destino, a deshacer el camino y a creer que hacer el cambio implica volver a empezar sin la seguridad de que se llegará a un buen fin. De iniciativas perpetuas, los gobiernos viven engolosinados sólo en aquellos proyectos de corto plazo que pueden ser exhibidos como logros, en tanto con los fundamentales se apela al simulacro, a "hacer como que hacen" y a reinventar los procedimientos y repetir los pasos, cada vez que haya un cambio de gobierno o una necesidad de demostrar renovación.

Con todas las riquezas naturales que posee Latinoamérica, con el bono demográfico que nos convierte en un continente joven, y con las bonanzas coyunturales por el precio de los energéticos y los productos agrícolas, deberíamos estar administrando países ricos y prósperos. Pero seguimos viviendo en la precariedad de naciones emergentes que viven apagando incendios y saltando de urgencia en urgencia. La falta de capacidad de gestión que subyace a esta situación es notable, a tal punto que no somos capaces de administrar la riqueza y volcar los recursos hacia aquellas obras e inversiones que generen estabilidad y crecimiento con equidad.

La capacidad gestión es la que tienen los noruegos, que a partir de los ingresos petroleros invirtieron en un sistema educativo y de bienestar social que hoy son las más eficientes del mundo y que han posicionado a la gente en los estándares de calidad de vida más altos. En cambio, la capacidad de gestión de los latinoamericanos parece no apuntar al resultado de los proyectos sino al manejo de los recursos, a la administración circunstancial del dinero para tener poder, beneficiar a los amigos y alimentar esquemas de corrupción. No es la iniciativa y no es el proyecto, sino el control de los recursos lo que interesa a los gobernantes de turno. Por eso hay muchos proyectos, se roba siempre, se pelean por el control, pero no se ven resultados que valgan la pena.

En países en donde la gestión está estrangulada por compromisos políticos, por favores electorales o por deudas o lealtades partidarias, difícilmente se pueda avanzar en forma limpia hacia aquellos proyectos que tanta falta nos hacen. Son demasiados los lastres que empantanan cualquier gestión, pues antes que hacer algo como invertir en la educación, los gobernantes pagan cuotas, conceden cargos como favores y dividen los "pasteles" para que los cómplices quiten tajadas. En América Latina cuesta demasiado caro llegar al poder, por lo que el precio que se paga una vez adquirido va en directo beneficio de unos pocos y en total detrimento de la gran mayoría de la gente.

Mejorar la capacidad de gestión es uno de los grandes retos de hoy, sobre todo en países con mucha riqueza y elevados niveles de pobreza. El Paraguay es un ejemplo de la mala calidad de la gestión, de la administración y de la ejecución de proyectos. Más que el "cementerio de todas las teorías" debería ser "el país de las iniciativas en terapia intensiva". Iniciativas que siguen vivas a duras penas, pero que cuestan demasiado. Y sin muchas esperanzas de recuperación.

Hay mucho por hacer en materia de gestión, pero primero hay que deshacernos de los lastres, los oportunistas y los parásitos que viven del sistema y que no dejan que haya libertad para hacer proyectos. Por sus grupos, sus entornos y sus nombres los conoceréis.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.