sábado, 13 de abril de 2013

El momento bondadoso y el tiempo esperado

Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

La coyuntura favorable para las economías latinoamericanas, que poseen un buen clima económico, es una llamada de atención hacia el aprovechamiento de oportunidades y hacia la construcción de un destino menos accidentado y más planificado. Un buen ambiente para la inversión y los negocios no es algo que siempre hayamos tenido. A nuestras habituales inestabilidades políticas, los cambios bruscos de humor económico que de la noche a la mañana se reflejan en políticas proteccionistas, nacionalizaciones o “entregas” de soberanía, reglas nuevas o desconocimiento de las vigentes, siempre debemos sumarle la enorme informalidad que define a nuestra manera de hacer economía. Por eso existen poderosos “peros” que ahuyentan a inversionistas a pesar de las ventajas manifiestas.

En este contexto, el informe de la Fundación Getulio Vargas, que ubica a Paraguay como el país con mejor clima económico en América Latina, es un mensaje que nos dice que debemos aprovechar no sólo el momento sino utilizar el impulso que podamos obtener durante este año para hacer las grandes reformas que necesitamos con miras a un crecimiento sostenido y una mayor equidad en la distribución de la riqueza. El incremento en las exportaciones de commodities, el buen precio en el mercado internacional, y la expectativa de mejora de la demanda de China conforman una convergencia de buenas noticias para los latinoamericanos, aunque sabemos que estos momentos favorables pueden ser tan efímeros como ilusorios si no hacemos lo que se debe en el instante correspondiente.

Paraguay y Perú son los de mejor clima económico en Latinoamérica, por encima de Chile, Uruguay, Brasil, Argentina y México. Esto nos habla de buenas expectativas de crecimiento de la riqueza, lo que a su vez debería traducirse en niveles más elevados de inversión y creación de empleos. Y todo suena mejor con la estimación para la economía paraguaya este año: 10,5% de repunte. La cifra, por demás significativa, sin embargo no dice todo: sólo nos habla de un buen año pero no detalla su verdadero alcance, fundamentalmente en cuanto a la concentración de los ingresos y los beneficios para sectores históricamente marginados y necesitados.

Cuando analizamos el contexto y pensamos en las grandes oportunidades que Paraguay ha tenido en cuanto a coyunturas favorables, seguramente habremos visto que somos ganadores ocasionales, de aquellos que sacan provecho de un precio internacional de materias primas, de alguna inversión importante, de la bonanza de la tierra o de la demanda y alta cotización de la carne. Pero, como lo dijera sabiamente Don Quijote, la riqueza que fácil viene, fácil se va, por lo que si no se trabaja en una economía con dinamismo propio, con identidad y objetivos, y con una visión a largo plazo, difícilmente se podrá romper el ciclo de la coyuntura que nos lleva a depender de bondades transitorias y hasta esporádicas.

Paraguay debería dar señales claras de que quiere construir una economía sólida y no sólo es hijo de un buen momento. Hay que minimizar la burocracia y establecer una cultura de transparencia para hacerle frente a la corrupción, de forma tal que sea más fácil, más atractivo y menos riesgoso invertir en el país. Solamente si aprovechamos el buen momento y nos dedicamos a usar mejor nuestros recursos, en poco tiempo podríamos pavimentar carreteras y hacer que todo el sistema de comunicación facilite el acceso al campo, a los mercados, y abarate el eterno sobrecosto de la mediterraneidad.

Las obras de infraestructura, el aprovechamiento de la energía eléctrica, la recuperación de la soberanía aérea y el incremento del tráfico, la capacitación de la gente y el mejoramiento de los niveles de competitividad: esto es lo que hay que trabajar. Alguna vez los paraguayos deberíamos dejar de conformarnos con momentos y con las bondades de la lluvia, para construir –todos los días- un país más sostenible, independiente y desarrollado.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

sábado, 16 de marzo de 2013

Del rebelde a la revolución y del conservador a la nada


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La economía siempre tiene rostro de personas. De gente conservadora o arriesgada, moderada y planificada o irreverente y agresiva. Lo podemos ver en nuestros empleos, en nuestras inversiones y en nuestras quejas cotidianas con respecto al funcionamiento de los servicios o algún desbarajuste urbano. Como rebeldes que se niegan a acatar órdenes emanadas de un sistema; como conversadores que tienden a mantenerlo todo igual ante el temor del perjuicio en el cambio; o como revolucionarios que, sin miramientos ni parsimonia, proponen implementar la idea aberrante o delirante que cambie la dirección de los vientos. A contracorriente, con el ímpetu del que pelea contra el mundo; o dejándose mecer por las oleadas, sin más destino que al que no importa si se llega. Así somos y así condicionamos a la economía.

No es una casualidad que hoy en día una de las palabras más usadas en el campo económico sea “innovación”. Cual piedra filosofal moderna, los alquimistas del desarrollo la adoran y cultivan, a sabiendas de que sus buenos oficios pueden posicionar a una economía a la vanguardia en un mundo que vive en carrera constante. Innovar o resistir. O quizás sólo esperar a que los demás innoven para luego copiar. Estas son algunas de las dudas que tenemos como individuos, como comunidad o como nación cuando nos enfrentamos al reto de intentar algo diferente a lo que estamos acostumbrados.

Al pensar en nuestra actitud frente a la necesidad de innovar, seguramente nos habremos visto como rebeldes, disidentes, conservadores o hasta embalsamadores de situaciones. Los pioneros en la innovación, los innovadores tempranos, los tardíos o los rezagados: todos ocupamos un lugar cuando se trata de ver cómo progresamos, cómo apostamos por algún emprendimiento o cómo buscamos sumarnos solamente a lo que ya tiene éxito confirmado. Estas posiciones o actitudes marcan notables diferencias cuando analizamos los contrastes económicos de países que son antípodas culturales.

Mientras que Israel, ese país de enclavado en una de las regiones más conflictivas del planeta, tiene una cultura de emprendedores en la que se valora más al que se equivoca al intentar algo nuevo que al que no falla porque no se arriesga, en otros países –como los latinoamericanos- parece ganar la cultura del dejarse estar, de esperar y conformarse. Por eso, mientras los israelíes tienen la sociedad más emprendedora del mundo, con empresas tecnológicas que son las más innovadoras del orbe, en Latinoamérica solemos dar cuenta periódica de nuestro rezago. Desarrollo y generación de riqueza por un lado, atraso y desigualdad, por el otro. Aunque esto no es novedad, pues a nadie sorprende lo que uno mismo decide.

En economías conservadoras y conformistas como las latinoamericanas, no podemos esperar que los beneficios de la innovación lleguen rápidamente, sino que procesados, digeridos y empaquetados al alto costo, sin que podamos tener más opción que tomarlo o dejarlo. El miedo al error o a las consecuencias pesan demasiado, por eso se tiende a empantanar, a trabar o –como alguna vez dijo una ilustrada diputada- a buscarle “la quinta pata al gallo” antes de emprender.

Al trasladar estas ideas al Paraguay, nos encontramos con un país conservador, de ritmo cansino, que exhibe la contradicción de ser hijo de muchas e interminables revoluciones, pero que ahora no tiene la actitud de revolucionar nada. Quejosos de sistemas, de partidos y promesas, se revuelven en los mismos círculos sin tomar la decisión trascendental de romper con todo aquello que ancla, anquilosa y encalla.

Una de las grandes tareas del Paraguay es lograr valorar más las ideas y apuntar a lo revolucionario, a lo que genere un cambio trascendental y se convierta en nuevo sistema. De conservadores y conservas hemos vivido, con retrógradas y retardados hemos convivido, y pobreza y atraso hemos tolerado. Son las ideas revolucionarias las que ahora necesitamos. O esto o nada.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del diario La Nación, de Paraguay.

sábado, 2 de marzo de 2013

En busca de incentivos e impulsos


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

La atracción de inversiones que generen empleos y oportunidades es siempre una necesidad imperiosa en América Latina, cuyos países poseen grandes ventajas comparativas para los inversionistas pero que, al mismo tiempo, nunca terminan de erradicar la desconfianza que espanta muchos de los buenos proyectos. Precisamente, en esta semana uno de los temas llamativos fue la recomendación que hizo la revista Forbes al gobierno de México, en el sentido de reducir los impuestos como una manera de aprovechar la coyuntura para atraer inversiones extranjeras y, de esta manera, apuntalar un crecimiento económico más importante que el que se ha tenido en los últimos años.

Lo dijo el mismo presidente de la revista, Steve Forbes, quien aseguró que México puede crecer hasta 6% anual en el caso de que aplique una reducción de impuestos, ya que esto generaría un incremento en las inversiones extranjeras y, a su vez, esto impulsaría el empleo. Las tasas que pagan los empresarios en México van del 28% al 30%, por lo que Forbes recomienda disminuirlas hasta el 15%, con miras a que invertir en el país sea mucho más atractivo para los empresarios. Hasta aquí parece una de esas recomendaciones clásicas, que traen su propia lógica, pero que no estamos acostumbrados a atender en forma planificada, sino sólo ocasionalmente, en un contexto de conveniencias e informalidades que terminan por hacer de cada fórmula un experimento de final incierto.

Lo que se busca en estos casos es conocido: facilitar la inversión extranjera, reducir los costos de instalación y puesta en funcionamiento de las empresas, minimizar la burocracia y, con todo ello, apostar por una generación de empleo que contribuya a mejorar los ingresos de la gente y hacer crecer la economía. Lo curioso es que hay muchos ejemplos de países que han hecho bien las tareas y han logrado beneficiosos resultados en cuanto a crecimiento, inversiones, empleos y distribución de la riqueza. Pero cuando nuestras peculiaridades hacen que apliquemos modelos en nuestros países, a menudo se termina por hacer crecer una parte de la economía para beneficios sectorizados, o se crean empleos de poca calidad o se termina entregando recursos naturales para favorecer a agentes externos.

Y todavía es más curioso el discurso de los incentivos cuando vemos que los gobiernos se caracterizan por su inestabilidad, su falta de planificación y su poca visión de qué es lo que debe hacer un país para mejorar la calidad de vida de su gente en forma constante. En administraciones sin ideas, de coyuntura y de parche, todo beneficio es fugaz y todo futuro suena lejano ante la opresión del presente. Hace apenas tres años, cuando la crisis económica global golpeó con fuerza a México, la primera medida –de manual- fue el aumento de impuestos para que la administración cuente con suficientes recursos para parchar todos los baches presupuestarios derivados de una recesión. Pero, en economías altamente informales, el aumento de los impuestos siempre pesa sobre un pequeño sector mientras que el resto no se ve afectado, de manera que los formales, los que cumplen, son los que deben mantener a todos los demás. Y esto no garantiza ninguna mejoría a mediano y largo plazo, sino acaso un aumento momentáneo de lo que un Estado tiene para gastar.

Cuando pensamos en estos ejemplos, en la enorme necesidad de inversión que tienen nuestros países, en las carencias de la gente y en las grandes potencialidades que tenemos pero no sabemos explotar, no podemos dejar de urgir una administración más eficiente que ponga orden en escenarios difusos y cambiantes. Nos falta planificar y pensar en generaciones futuras. Y nos falta definir un rumbo económico.

Imaginen el grado de desatino que tenemos en Paraguay, en donde no saben establecer la división clara entre un incentivo para la radicación de inversiones y la entrega de soberanía; entre favorecer la generación de empleos en beneficio de la gente o facilitar los salarios bajos, la precariedad laboral y la inequidad en la distribución de ingresos.

Para incentivar el crecimiento de la economía y la radicación de inversiones, primero debemos recuperar el régimen de confianza: que crean que vale la pena invertir, trabajar, generar empleos y capacitar. Es cierto, necesitamos bajar algunos impuestos (y cobrar otros) minimizar la burocracia y hacer que no sea tan complicado trabajar en nuestros países. Pero primero debemos recuperar la confianza.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación.

domingo, 24 de febrero de 2013

Jóvenes en las calles, oportunidades perdidas


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

Los podemos ver en las esquinas, limpiando vidrios, vendiendo caramelos o simplemente pidiendo una moneda al ocasional automovilista que pasa. Son niños y jóvenes que viven del dinero que recaudan en las calles. La descripción de la situación podría muy bien aplicarse a cualquier ciudad de América Latina: desde algún cruce con semáforo en Ciudad de México hasta alguna avenida de Asunción. O Lima o Buenos Aires. Yo lo acabo de ver en la ciudad de Ocotlán, en Jalisco, México, en donde en las esquinas se puede contemplar esa postal ya tan recurrente que nos muestra como sociedades desinteresadas que dejan a sus jóvenes en la calle, a merced de lo que allí les pueda ocurrir.

Cuando vemos a los jóvenes en las calles, fuera del sistema educativo y sin más oportunidad que la moneda que alguna mano comparte, debemos preguntarnos qué es lo que se ha hecho mal para que hoy tengamos problemas de empleo, de inclusión en la educación y de oportunidades insuficientes para el segmento que debería ser el más dinámico de cualquier país. Y aunque convengamos que es la necesidad la que impulsa el trabajo en las calles, también debemos comprender que una moneda no es una solución al problema sino sólo un mecanismo para que todo se mantenga, sin atacar el fondo ni afectar a lo estructural.

Un primer toque de alerta es que un joven que trabaja en la calle, sin preparación y sin formar parte de un sistema educativo, es una persona que tendrá bajos ingresos, que no tendrá facilidades para el acceso al mercado laboral y que, casi en forma segura, no podrá salir de la condición de pobreza que lo empujó a las calles. Cuando un joven no estudia y vive del dinero que le dan en las calles, generalmente no empata con el mercado laboral. Es decir, por más que se generen empleos y haya oportunidades, difícilmente un joven sin preparación puede acceder a los puestos. Pasa en ciudades en las que se instala alguna industria especializada, como la farmacéutica, que genera cientos de puestos de trabajo, pero estos requieren una formación específica que pocos poseen, por lo que inmediatamente una gran parte de la población queda excluida. Esto les pasa a muchos de nuestros jóvenes, que sin tener educación no pueden aspirar a empleos de calidad, a buenos ingresos o a una estabilidad laboral que permita mejorar su calidad de vida.

Vivimos en sociedades que requieren mano de obra capacitada, por lo que no podemos condenar a la población juvenil a la tramposa oportunidad de una moneda, que beneficia por un momento pero puede condenar a largo plazo. En México, un país de gente joven, uno de los grandes problemas actuales es el de los más de 7 millones de "ninis" -los que ni estudian ni trabajan-, que amenazan con convertirse en una generación perdida que tarde o temprano afectará negativamente a la economía del país. O lo mismo podemos ver en Paraguay, beneficiado con el bono demográfico que se traduce en que el 62% de la población tiene menos de 30 años, pero que sin embargo no está explotando este potencial y, en cambio, está dejando que una generación completa sea hija de la pobreza educativa, la exclusión y la falta de capacidad para posicionarse en un mundo competitivo.

No invertir en la educación de los jóvenes por 5, 10 o 15 años hoy puede equivaler a tener personas excluidas del mercado laboral y pobres durante toda su vida, es decir 50, 60 o 70 años. En cambio, un joven preparado se volverá un profesional que aportará beneficios a lo largo de su vida.

Cada vez que veamos a un joven viviendo de pedir dinero en la calle o de limpiar vidrios debemos pensar qué estamos haciendo mal como sociedad para que no podamos darles la oportunidad de estudiar, ser profesionales y generarse una calidad de vida sobre la base del trabajo productivo. Si dejamos que los niños y jóvenes se engañen mediante la percepción de ingresos rápidos por ahora, lo que lograremos es condenarlos a ingresos bajos durante muchos años.

En este tema hay que ser radicales y asumir que ni las monedas ni los apoyos de fachada ni, mucho menos, las ayudas prebendarias y oportunistas cambiarán algo. Hay que atacar el fondo con soluciones estructurales que generen inclusión y oportunidad. Y eso pasa por capacitarlos, darles un oficio y volverlos competitivos.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

domingo, 17 de febrero de 2013

Los pantanos del progreso


Por Héctor Farina Ojeda (*)
@hfarinaojeda

Una de las marcadas peculiaridades que tenemos los latinoamericanos a la hora de buscar el progreso es la tentación a empantanar cualquier discusión, idea o emprendimiento, debido a la incapacidad de generar consensos y pensar en un destino común. Nos pasa cuando se apuesta por un modelo económico, cuando se habla de romper la dependencia con las grandes economías o cuando, simplemente, se requiere invertir los recursos en necesidades fundamentales como la educación, la infraestructura o la innovación. En democracias inmaduras, con oposiciones que no han entendido su rol de contrapeso, la construcción de consensos para emprender algún proyecto siempre es algo demasiado complicado, al punto que parece que se debe construir sin el otro, contra el otro y a pesar del otro.

En naciones sin un rumbo definido, sin una planificación estratégica hacia un estadio de progreso, las iniciativas de cambio se vuelven controversias recurrentes, en las cuales una discusión sucede a la otra sin que se tenga mayor interés que el beneficio personal en detrimento del resto. Por eso resulta tan difícil planificar y concretar la construcción de una carretera, de una reforma educativa que realmente sirva para mejorar la capacitación de la gente, o establecer qué tipo de inversiones requiere un país para generar empleos y una distribución más justa de la riqueza y las oportunidades.

Estas confusiones sobre hacia dónde ir y cómo llegar siempre aportan vacilación a cada paso y nos obligan a regresar y reiniciar cada proyecto, ralentizando todo. Lo podemos ver en nuestros sistemas de justicia que no alcanzan a generar confianza en el ciudadano, o en nuestras leyes, que pueden ser interpretadas, reinterpretadas, exacerbadas o ignoradas según la coyuntura. Y tenemos pruebas de estas confusiones e indefiniciones en cada discusión sobre temas que ya deberían haber sido superados hace años, pero que hoy siguen llenando espacios mediáticos con mucho ruido y poco provecho.

Cuando pensamos en las enormes necesidades de países como Paraguay, no podemos dejar de escandalizarnos al ver que no hay consensos para hacer proyectos que permitan cambiar la matriz energética del país ni para dejar de aparecer como uno de los países con la menor infraestructura vial de la región. Aunque todos estén conscientes de que hay que renovar el obsoleto sistema de transporte público, no hay un acuerdo para tener un metrobus ni para trenes eléctricos, ni siquiera eficiencia para lograr que las chatarras dejen de circular. Mientras en los países desarrollados se busca que los sistemas de trenes sean más rápidos que los aviones, en países atrasados se sigue discutiendo sobre subsidios a sistemas ineficientes o sobre la falta de cumplimiento de normas básicas. Tan ineficientes son las autoridades y tanta desidia hay que ni siquiera se ha logrado que las unidades del transporte público de pasajeros cierren las puertas cuando están en movimiento.

Un pantano para el progreso lo constituye la innecesaria controversia sobre el presupuesto a las universidades. A pesar de los ejemplos de Finlandia, Noruega o Singapur –que progresan porque invierten en educación-, los latinoamericanos siguen atrapados en la esterilidad de los recortes a las universidades, en las peleas por cuotas de poder y en la absurda politización de los recursos para la formación de la gente. En lugar de un proyecto común y de asumir la convicción de que nos urge tener universidades competitivas y estudiantes preparados, la discusión se traslada hacia las antipatías personales de gobernantes y rectores, hacia los cupos políticos en las esferas de poder o hacia los nombres de los administradores de la chequera.

Con este tipo de empantanamiento recurrente, que deriva en el deporte nacional del palo en la rueda, difícilmente podamos lograr consensos para tener una mejor infraestructura, un mejor sistema educativo o tan solo un transporte público decente. La planificación de una nación debe ponerse por encima de los grupos, las facciones o las discusiones kafkianas. ¿Cuándo aprenderemos a ponernos de acuerdo para construir el país que queremos?

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

martes, 5 de febrero de 2013

La industria basada en el conocimiento

Por Héctor Farina Ojeda (*)

El proceso de cambio de la economía desde estadios de producción primaria hacia la producción basada en el conocimiento es no sólo una tendencia sino una necesidad para ubicarnos en el sector en donde hoy se concentra la riqueza. Ya no basta producir y vender, sino que se requieren conocimientos aplicados que permitan incrementar el valor agregado de aquello que producimos. Es un mundo competitivo, globalizado y en constante transformación, por lo que las viejas fórmulas de las economías agro-pastoriles hoy se encuentran en decadencia.

En este contexto, podemos ver que aquellas economías basadas en el conocimiento son hoy las que más riqueza generan, las que tienen más competitividad y pueden ofrecer mejores resultados a su gente. Hemos escrito y hablado mucho de Finlandia, Singapur, Taiwán o Corea del Sur, países en donde el alto nivel educativo de su gente ha derivado en el liderazgo a nivel mundial en sectores estratégicos, como la educación, el desarrollo tecnológico o la generación de ingresos que permitan minimizar la pobreza. Ciertamente, hay mucho que aprender de estas naciones, pero también en el interior de nuestras economías emergentes tenemos algunos ejemplos que podemos analizar para buscar el camino hacia economías más sólidas y con mayor capacidad de respuesta a las grandes necesidades de la gente.

Uno de esos datos llamativos que encontré en estos días es el crecimiento del 15% -en 2012- de las exportaciones de la industria electrónica del estado de Jalisco, México. Este estado del Occidente mexicano tiene una población cercana a los 7 millones de habitantes, es decir una cantidad similar a toda la población paraguaya. Con 600 empresas en el sector, las exportaciones de productos electrónicos (sobre todo teléfonos celulares, computadoras, tabletas y accesorios) generaron ingresos superiores a 21 mil millones de dólares el año pasado, en tanto en el sector de crearon 100 mil empleos. Esto nos habla de un sector en franco crecimiento (a nivel mundial y sobre todo en las economías emergentes) y de una apuesta hacia la producción especializada en el campo de la tecnología.

Mientras solo un sector en un estado de un país puede generar estos ingresos, en otro país como el Paraguay los grandes números de referencia apuntan a las exportaciones de carne, que totalizaron poco más de mil millones de dólares. 21 a 1. La notable diferencia de fondo es que hoy en día los precios de los productos que dependen del conocimiento aplicado son muy superiores a aquellos que sólo dependen de la manufactura. Producir programas informáticos genera más ingresos que plantar soja. Este vuelco debe ponernos en un punto en el que ya dejemos de pensar en la simple venta de materia prima, e incluso en la industrializada, y obligarnos a pensar en la economía del conocimiento, en donde la competitividad de lo que hacemos dependa, justamente, de la capacidad de nuestra gente.

En lugar de tener una larga lista de terratenientes que explotan la tierra en forma desmedida, sin aportar tributos ni generar una justa distribución de ingresos, deberíamos tener una larga lista de centros de formación en tecnología y de empresas que apuesten al crecimiento en un sector estratégico, a partir de la capacitación de los recursos humanos. Desde hace más de una década se habla de que el Paraguay podría ser un centro de exportación de programas informáticos en la región, pero en el país del eterno potencial y la esperanza inmortal cuesta mucho planificar, avanzar y concretar. Las discusiones siguen girando en torno a trivialidades y populismos, lo cual nos aleja de los debates sobre los grandes temas que le urgen a la sociedad.

Romper la dependencia de los modelos primarios de producción y empezar a desarrollar modelos basados en el conocimiento aplicado debería ser uno de los objetivos fundamentales para los siguientes gobiernos. Hay que comprender que no se trata de abandonar las riquezas que tiene el país en cuanto a recursos naturales, sino, por el contrario, sacarles un mayor provecho al tiempo que se busca generar ingresos y empleos a partir del desarrollo de los sectores que nos ubiquen a la vanguardia. Es el conocimiento, no la fuerza.


(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.

lunes, 4 de febrero de 2013

Iniciativas y capacidad de gestión


Por Héctor Farina Ojeda (*)

La situación de precariedad en medio de la riqueza que caracteriza a América Latina nos enfrenta ante la incertidumbre de saber qué tantas buenas iniciativas podemos emprender y cuál es la verdadera capacidad de gestión que tienen los gobernantes para administrar mejor los recursos y lograr que las iniciativas se concreten en forma beneficiosa para la sociedad. Como una forma ritual de prometer sin comprometerse, de comenzar sin la certeza del final, muchos de los proyectos que se emprenden en forma pomposa son condenados al limbo, el congelador, el estanque a algún lugar en donde no deje de ser proyecto pero tampoco se logre ponerle el adjetivo de "concretado".

Desde las iniciativas de integración regional y continental, los proyectos de combate a la pobreza, el mejoramiento de la calidad educativa, el fortalecimiento de los sistemas de infraestructura, la competitividad, la capacitación y tantos emprendimientos, nos acostumbramos a caminar sin llegar al destino, a deshacer el camino y a creer que hacer el cambio implica volver a empezar sin la seguridad de que se llegará a un buen fin. De iniciativas perpetuas, los gobiernos viven engolosinados sólo en aquellos proyectos de corto plazo que pueden ser exhibidos como logros, en tanto con los fundamentales se apela al simulacro, a "hacer como que hacen" y a reinventar los procedimientos y repetir los pasos, cada vez que haya un cambio de gobierno o una necesidad de demostrar renovación.

Con todas las riquezas naturales que posee Latinoamérica, con el bono demográfico que nos convierte en un continente joven, y con las bonanzas coyunturales por el precio de los energéticos y los productos agrícolas, deberíamos estar administrando países ricos y prósperos. Pero seguimos viviendo en la precariedad de naciones emergentes que viven apagando incendios y saltando de urgencia en urgencia. La falta de capacidad de gestión que subyace a esta situación es notable, a tal punto que no somos capaces de administrar la riqueza y volcar los recursos hacia aquellas obras e inversiones que generen estabilidad y crecimiento con equidad.

La capacidad gestión es la que tienen los noruegos, que a partir de los ingresos petroleros invirtieron en un sistema educativo y de bienestar social que hoy son las más eficientes del mundo y que han posicionado a la gente en los estándares de calidad de vida más altos. En cambio, la capacidad de gestión de los latinoamericanos parece no apuntar al resultado de los proyectos sino al manejo de los recursos, a la administración circunstancial del dinero para tener poder, beneficiar a los amigos y alimentar esquemas de corrupción. No es la iniciativa y no es el proyecto, sino el control de los recursos lo que interesa a los gobernantes de turno. Por eso hay muchos proyectos, se roba siempre, se pelean por el control, pero no se ven resultados que valgan la pena.

En países en donde la gestión está estrangulada por compromisos políticos, por favores electorales o por deudas o lealtades partidarias, difícilmente se pueda avanzar en forma limpia hacia aquellos proyectos que tanta falta nos hacen. Son demasiados los lastres que empantanan cualquier gestión, pues antes que hacer algo como invertir en la educación, los gobernantes pagan cuotas, conceden cargos como favores y dividen los "pasteles" para que los cómplices quiten tajadas. En América Latina cuesta demasiado caro llegar al poder, por lo que el precio que se paga una vez adquirido va en directo beneficio de unos pocos y en total detrimento de la gran mayoría de la gente.

Mejorar la capacidad de gestión es uno de los grandes retos de hoy, sobre todo en países con mucha riqueza y elevados niveles de pobreza. El Paraguay es un ejemplo de la mala calidad de la gestión, de la administración y de la ejecución de proyectos. Más que el "cementerio de todas las teorías" debería ser "el país de las iniciativas en terapia intensiva". Iniciativas que siguen vivas a duras penas, pero que cuestan demasiado. Y sin muchas esperanzas de recuperación.

Hay mucho por hacer en materia de gestión, pero primero hay que deshacernos de los lastres, los oportunistas y los parásitos que viven del sistema y que no dejan que haya libertad para hacer proyectos. Por sus grupos, sus entornos y sus nombres los conoceréis.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

Publicado en el suplemento "Estrategia", una publicación especializada en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.