domingo, 11 de noviembre de 2012

La diferencia fundamental: educación


Por Héctor Farina Ojeda (*)

Su inversión en materia educativa llega al 6% del Producto Interno Bruto (PIB), en tanto que lo destinado a ciencia y tecnología es del 4%. Sus maestros son respetados, altamente competitivos, y ocupan un lugar importante en la sociedad. Sabedores de que ir a la escuela y aprender no sólo es una cuestión ritual sino la base de la construcción de un país, sus niños asisten regularmente a clases, pese a las condiciones climáticas, las adversidades coyunturales o cualquier excusa de turno. Por eso, no debe sorprender que los estudiantes de Finlandia se posicionen en el primer lugar de la prueba internacional Pisa, que mide el rendimiento de los estudiantes a nivel mundial, ni debería llamarnos la atención que tengan un país competitivo, con una alta calidad de vida y que sean innovadores y capaces de crear sus propias oportunidades, tal como lo hicieron al convertirse en pioneros en telefonía celular.

Estos datos, ya muy conocidos, forman parte de la diferencia fundamental que marca el abismo entre las naciones ricas y las pobres: la educación. Pero educación competitiva y de calidad, y no aquella discursiva, politizada e ideologizada con la que tanto ruido hacemos en Latinoamérica, pero que tan pocos resultados favorables ha dado a la gente. Invertir en la gente, darle oportunidad de crecimiento, y hacer que desarrolle su vida consciente de que la formación es esencial para lograr un buen empleo, para concretar un proyecto o tan sólo para tener las condiciones necesarias de satisfacer las necesidades, es algo que los latinoamericanos tenemos pendiente. Lejos de la obsesión que tienen los singapurenses por la educación o de la extraordinaria planificación noruega para formar a sus recursos humanos, Latinoamérica se ve como el sitio de las promesas vacías y los discursos sin contenido que terminan enarbolando a la educación como una palabra para seducir incautos y no como una causa de sobrevivencia.

Mientras las principales universidades del mundo destacan por su producción científica y por formar a aquellos referentes que nos indiquen hacia dónde debemos ir en tiempos de crisis como los de ahora, en universidades atrasadas se ha politizado la educación, al punto de priorizar la puja por cargos y el control del presupuesto, de forma tal que funcionan como semilleros ideológicos o centros de paso que apenas ofrecen educación de baja calidad, insuficiente para atender las necesidades de competencia en un mundo globalizado. Basta con ver los ejemplos de las universidades finlandesas –de donde salieron los cerebros que formaron una empresa de telefonía celular que factura al año más que todo el Paraguay-, o las de Israel, un país líder en el registro de patentes por habitante a nivel mundial y que ha logrado notables avances en la medicina y en la producción de un sistema de transporte basado en energía eléctrica. Ni hablar de Japón y la nanotecnología o los institutos tecnológicos de India que, seguramente en poco tiempo, harán de este país uno de los más poderosos en el campo de la innovación tecnológica.

En contrapartida, las casas de estudio latinoamericanas aparecen en los periódicos gracias a los conflictos: peleas por presupuesto, huelgas, manifestaciones ideológicas, peleas con sindicatos y maestros, mala administración de los recursos…Esto nos habla de la pérdida de respeto hacia nuestra educación, hacia los fundamentos de la construcción de nuestra capacidad, nuestras oportunidades y nuestro destino. La politización de la educación y la pérdida de entusiasmo de la gente en materia educativa quizá sean dos de los motivos por los cuales hoy vivimos inmersos en sociedades poco instruidas, con recursos humanos poco competitivos y con economías primarias, precarias y altamente desiguales en la distribución de ingresos.

Si comparamos la inversión educativa de Paraguay, así como la calidad de dicha inversión, con las inversiones de los países desarrollados, seguramente comprenderemos por qué el atraso, por qué la corrupción, la pobreza, la desigualdad o la injusticia social. La diferencia fundamental entre países ricos y pobres es la calidad educativa. Por eso no funcionan las recetas para mejorar la economía y por eso se suceden las administraciones, los discursos, los sesgos ideológicos y los planes, sin que se pueda cambiar la situación de pobreza que afecta a más de la mitad de los paraguayos. No existe en la historia una revolución que se haya hecho sin gente capacitada para ello. Y nuestra verdadera revolución debería ser educativa, haciendo que la gente sea el principal centro de inversión y el principal agente de cambio. Pero, definitivamente, no lo lograremos si mantenemos la situación de desinterés hacia lo educativo. La consigna debería ser: primero la educación, y luego la educación.

(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México

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