lunes, 21 de julio de 2008

La justicia torcida

Por Héctor Farina (*)

La escritora sueca Selma Lagerlöf –la primera mujer en obtener el premio Nobel de Literatura, en 1909- relata una anécdota que permite graficar la facilidad con que la justicia puede ser torcida y desvirtuada por las personas. Se trata de un episodio de la obra El anillo de los Löwensköld, en el que tres campesinos son detenidos, acusados de haber robado el anillo del viejo general Löwensköld. El anillo -una joya familiar- fue arrancado del cadáver del general, que había sido enterrado con sus mejores galas.

Los tres sospechosos fueron juzgados, pero como no había suficientes elementos para establecer la culpabilidad de alguno de ellos, se decidió que sería la justicia divina la encargada de condenar al culpable del robo, en vista de que la justicia de los hombres fue incapaz de llegar a la verdad en aquel caso. El mecanismo utilizado se basaría en el azar: cada uno de los tres acusados tiraría un dado y el que obtuviera el menor número sería condenado y ejecutado, pues quedaría claro que la justicia divina lo pondría en evidencia al negarle la suerte.

En el inicio del curioso procedimiento, el primer hombre lanzó el dado y obtuvo un “seis”, la mayor cantidad posible. Sintió alivio pero reprimió cualquier gesto, pues su suerte también indicaba que alguno de sus dos amigos obtendría una cifra menor y sería condenado. Le tocó el turno al segundo de los acusados, quien lanzó el dado y también obtuvo un “seis”. La tristeza lo embargó a pesar de su suerte, pues con esto quedaba claro que el último en ser evaluado por el destino sería, inexorablemente, el responsable del robo y, por ende, el merecedor del castigo. En ese trance, el último de los acusados tiró el dado, casi con resignación, pero, para sorpresa suya y de los demás, también obtuvo un “seis”.

La alegría de los tres hombres explotó: no quedaban dudas de que la gracia celestial estaba con ellos, pues todos habían obtenido la puntuación más alta, que los alejaba de la culpa. Pero la euforia duró poco, pues el tribunal de los hombres interpretó que si los tres habían obtenido la misma puntuación, entonces todos tenían el mismo grado de culpabilidad. La sentencia fue clara: los tres eran igual de ladrones. Y, por lo tanto, fueron castigados con la pena de muerte.

Este peculiar relato podría utilizarse para reflexionar sobre la realidad paraguaya, en donde ya es moneda común ver que la justicia puede ser torcida mediante las interpretaciones más aberrantes, las triquiñuelas y las chicanas más descaradas. Deberíamos pensar en qué tan útil puede ser la justicia si siempre está supeditada a las interpretaciones que favorecen a los que corrompen, a los tramposos que sacan provecho de las falencias institucionales o la falta de honestidad de los jueces. Un sistema judicial endeble, permeable y manipulable, que permite que un presidente viole la Constitución Nacional en cuanta ocasión le dé la gana, no puede garantizar una verdadera justicia. No puede ni acercarse a aquella definición de Aristóteles que decía que la justicia es “darle a cada uno lo que le corresponde”.

Se habla mucho de la necesidad de una reforma de las instituciones judiciales, pero lo que en realidad se requiere es un sistema jurídico íntegro que se base en la honestidad de los encargados de impartir justicia. No se trata de hacer ruido afirmando que se va a “pulverizar” a una determinada Corte, para luego tener otra igual de servil y arbitraria. El Paraguay se prepara para iniciar una nueva etapa de gobierno y no puede seguir arrastrando las miserias de administraciones anteriores. Es un reto y una obligación que el nuevo gobierno le devuelva la credibilidad a las instituciones y que se establezcan sistemas eficientes que garanticen una verdadera justicia, independiente y con la solvencia necesaria para no dejarse torcer al antojo de cualquiera.

(*) Periodista
www.vivaparaguay.com

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