Por Héctor Farina (*)
Uno de los grandes desafíos que enfrentamos en los tiempos modernos es el de ajustarnos a las necesidades de un mundo competitivo y hostil, que evoluciona en forma acelerada y que deja rezagados a los países que no logran comprender la nueva dinámica. Vivimos en una época en la cual muchos de nuestros modelos tradicionales de producir y construir han quedado obsoletos, como el viejo sistema de trabajar el campo con bueyes y arados o el pensamiento erróneo de que mientras tengamos recursos tendremos riqueza. Hoy, nuestra capacidad de hacer, tanto en la economía como en la política o en cualquier ámbito, depende fundamentalmente del producto más preciado para cualquier sociedad: el conocimiento.
Hablamos mucho de la necesidad de transformar el país, de salir del atraso, de dejar de lado los vicios que durante años nos sumieron en la pobreza y la inoperancia, pero todavía no terminamos de entender cómo se hace la transformación que necesitamos. Y ese cambio por el que tanto clamamos y por el que tanto hemos esperado, debe sustentarse sobre la gente. Y para tener gente capaz de hacer y orientar los cambios, necesitamos potenciar al máximo nuestra educación como nación, como ciudadanos y como constructores del nuevo país que queremos. Ningún cambio favorable será posible si seguimos manteniendo un sistema educativo del siglo XIX, si seguimos dejando que las escuelas sean lugares abandonados a los que se acude con pena y en donde se aprende lo más elemental en medio de precariedades aberrantes.
Una transformación del país exige que seamos nosotros los protagonistas, que tengamos la capacidad necesaria para ir cambiando todo aquello que está mal y aprender a construir mejores sistemas de producción y lograr mejores esquemas de administración de lo que tenemos. Pero lo que realmente debemos entender es que necesitamos el conocimiento para transformar lo que tenemos en riqueza. Necesitamos maestros capaces, ingenieros que nos enseñen a explotar mejor nuestros recursos, como la electricidad; necesitamos estadistas que sepan guiar al país por los caminos de un mundo desigual y conflictivo, así como economistas, arquitectos, antropólogos y otros profesionales para que conviertan a un país pobre en un país de oportunidades para todos.
El conocimiento es la verdadera riqueza del mundo de hoy. Y para tener conocimiento necesitamos invertir más en la gente, en la formación de las personas, en la construcción de escuelas y en la infraestructura física y tecnológica para facilitar la capacitación constante. Eso lo comprendieron los países como Singapur, que hace cuarenta años era una isla de piratas y hoy es una potencia económica; o Finlandia, que decidió enfrentar una crisis económica por medio de la inversión en la educación, y hoy tiene uno de los niveles de calidad de vida más altos del planeta. Lo mismo podemos decir de Japón, que tras ser bombardeado y humillado en la Segunda Guerra Mundial, emergió en base al conocimiento y hoy es uno de los máximos referentes mundiales en materia de tecnología.
El desafío es claro: transformar primero a la gente, invertir en ella y hacer que su verdadera riqueza sea el conocimiento. Somos nosotros mismos los que debemos transformarnos si queremos cambiar el país, si en verdad queremos tener una sociedad mejor. Esa es la tarea hoy: educar y educarnos para tener la capacidad de hacer como debe ser.
(*) Periodista.
Desde Guadalajara, Jalisco, México.
Publicado en la revista Ecos, de Canindeyú, Paraguay
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