Por Héctor Farina Ojeda
La desigualdad es un mal endémico de los países latinoamericanos. Y México no es una excepción. Además de los indicadores de pobreza y la aberrante distribución de la riqueza, detrás de todo hay una injusticia incubada en sistemas que promueven las desigualdades. En este sentido, el reciente Índice de Desarrollo Humano (IDH) presentado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) establece que la principal carencia y el factor de mayor desigualdad en México es la educación.
Por la mala calidad de la educación, la poca y mala inversión educativa, hoy tenemos tremendos problemas para el desarrollo humano, lo que no sólo se pone de manifiesto en la pobreza y la desigualdad sino en las limitadas oportunidades que se tienen para cambiar esta situación. El informe mismo lo dice: Chihuahua podría tardar 200 años en alcanzar el IDH del Distrito Federal. Esto nos indica que no se trata solo de una desigualdad actual en cuanto a la distribución de la riqueza y la generación de empleos, sino que es una desigualdad incubada que representa una grave dificultad por atender en forma urgente y que, de no hacerlo, amenaza con ahondar todavía más la diferencia entre comunidades y regiones.
En el México de la desigualdad, en el que 39 familias controlan casi el 14 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), en donde la mitad de la población vive en la pobreza, y una quinta parte en la pobreza extrema, y en donde el sistema de privilegios funciona como un mecanismo de exclusión para que la gente acceda a las oportunidades que requiere, la advertencia del PNUD debería obligar no solo a revisar minuciosamente cuánto se invierte en la educación sino cómo y para qué. No atender esta urgencia en el origen equivale a tener fábricas de desigualdad y pobreza, lo cual a su vez significa seguir en una situación que conocemos bien: atraso.
En tiempos de la economía del conocimiento, los buenos resultados económicos dependen de la capacidad y la formación de los recursos humanos. Por eso, en un país que tiene 32 millones de personas con rezago educativo es normal que haya niveles indignantes de desigualdad y pobreza. Y es por eso que los anuncios periódicos de bonanza, de crecimiento económico y de incremento de inversiones no alcanzan a minimizar el problema y se terminan evaporando. Cuando el problema es estructural como en el caso mexicano, no bastan los empleos coyunturales ni las lluvias esporádicas de riqueza: hay que corregir los errores desde el origen y ello implica trabajar más con la gente desde su formación inicial hasta la universitaria.
Para combatir la desigualdad y la exclusión hay que darle poder a la gente, lo que implica que tengan educación de calidad para aspirar a buenos empleos, para emprender e innovar. Los países menos desiguales son los más educados, los que valoran a su gente como la principal riqueza que tienen. Si queremos un país con menos injusticia, hay que comenzar por mejorar la calidad educativa y extenderla a todos.
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