Por Héctor Farina Ojeda (*)
Pensar anticipadamente en un problema, planificar primero y obrar en consecuencia son cosas lógicas para intentar prever y resolver conflictos, sobre todo cuando estos ya son viejos conocidos. Pero, en sociedades precarias en las que se vive a merced de la fragilidad del cambio, la imprevisión suele ser el factor común a la hora de enfrentar un problema: se nota cuando las lluvias -cíclicas- convierten a las calles en ríos, dañan el asfalto y dejan profundos baches, así como hacen colapsar la movilidad de ciudades completas. Como si llover fuera un hecho extraordinario en un país en donde llueve siempre, se finge el asombro y se opera en el caos, tratando cada quien de parchar la situación de la manera que mejor se le ocurra. Y cuando, realmente, se trata de un fenómeno extraordinario que altera el funcionamiento de una ciudad o un país, el daño suele ser desmedido y la respuesta se bambolea entre la desesperación y la incapacidad.
Vivimos en sociedades poco planificadas, en sociedades imprevistas. Sabemos de antemano y de memoria, que un país caluroso y húmedo como Paraguay reúne condiciones ideales para que se propague una enfermedad como el dengue. Pero, lejos de haber previsto el peligro y educado a la gente para que combata el mosquito, se reacciona sólo cuando el número de enfermos o muertos escandaliza. Nos asombramos, nos asustamos y empezamos a limpiar y cuidarnos, para que no nos toque a nosotros. Pero se esperó primero, con la calma de los que descansan al costado de un camino, a que los casos de enfermedad nos rodeen, afecten a un conocido, a un vecino o alguien cercano. No visualizamos lo previsible y cuando los hechos nos atropellan los tomamos como imprevistos y reaccionamos con la torpeza del que no sabe de dónde vino el golpe.
Era previsible que el transporte público en Paraguay colapsara, que los accidentes de motociclistas iban a disparar los índices de muertes en el tránsito y que, una vez más, las autoridades no sabrían cómo responder ni podrían ponerse de acuerdo en proyectos como el metrobús. Desde hace décadas vivimos en una precariedad grosera que condiciona al ciudadano a viajar al riesgo de su vida, en vehículos desvencijados, por calles llenas de baches, sin semáforos, y bajo la conducción de alguien sin educación para siquiera esperar que una anciana termine de subir al vehículo antes de acelerar. Sabemos que las unidades del transporte no deben, bajo ningún punto de vista, viajar con las puertas abiertas porque esto asegura que en caso de algún accidente, será fatal. Pero parece no preocupar, como si los accidentes no pudieran preverse y evitarse. Y la reacción sólo viene tras la desgracia.
Y todavía más curioso, cuando se confunde la reacción con la planificación. Cuando en el enojo de algún accidente que se pudo haber evitado, se vocifera, se cuestiona y se busca culpables. En lugar de la inteligencia racional, se deja que sea la emocionalidad de un momento difícil la que marque las reacciones que deberíamos tener como sociedad. En lugar de construir un sistema seguro para evitar la caída, funcionamos a partir del golpe, el dolor y la rabia del momento.
Todo esto lo podemos ver en nuestra economía, en los ciclos climáticos que condicionan un auge portentoso o una contracción brusca. O en las trabas a las exportaciones, que se dan con mucha frecuencia, pero que todavía no hicieron que el país tenga una planificación minuciosa y estratégica para enfrentar la mediterraneidad. Tan previsible como saber que una devaluación de la moneda brasileña o la argentina generaría un aluvión de contrabando, y tan imprevisible como ver a las autoridades tomando medidas ridículas como tratar de impedir que los productos baratos permeen la frontera y lleguen hasta un consumidor empobrecido y necesitado. Si lo hubieran previsto y planificado, tendríamos una economía competitiva, con productos de calidad y precios competitivos, por lo que no importaría si el contrabando viaje en avión, en canoa o a pie. Simplemente, no podría competir y no tendría sentido.
Tenemos que dejar de jugar a la sorpresa y el asombro fingido, para comenzar a construir una sociedad menos precaria, más prevenida y más planificada. Que ya no seamos víctimas del caos cuando el clima es hostil, cuando se cierra un mercado, se devalúa una moneda o cuando un modelo económico se agota. La previsión debe ser parte de nuestros pequeños actos cotidianos, en cosas tan sencillas como ahorrar unas monedas por si pasa algo. La pregunta es: ¿podemos dejar de vivir en la imprevisión y pasar a la planificación?
(*) Periodista y profesor universitario
Desde Guadalajara, Jalisco, México.
Publicado en "Estrategia", suplemento especializado en economía y negocios, del Diario La Nación, de Paraguay.
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