Por Héctor Farina Ojeda (*)
Los contrastes endémicos que vemos en América Latina y que se evidencian con cada informe o estudio que habla de la pobreza, la desigualdad o la precariedad en la que vive gran parte de nuestra gente, nos confrontan con nuestra forma de entender una sociedad y nos obligan a repensar en los orígenes de estos males y en las posibles soluciones que podríamos proponer. Nos enfrentamos a escenarios en donde hay muchos sueños y esperanzas, pero también a obstáculos frente a los que nos faltan elementos fundamentales para sobrepasarlos.
Pensar en los males de países como Paraguay implica hurgar en nuestros sistemas de formación, en la construcción de nuestros perfiles como personas y como profesionales, para ver hacia dónde vamos y qué tipo de valores son los que nos acompañan en el proceso de hacer de un país un lugar de justicia, trabajo, desarrollo y armonía. Y es en este contexto en donde se produce un sesgo que limita a nuestra gente en cuanto al acceso a las oportunidades para construir una vida con salud, empleo y progreso.
El rezago educativo, en el desarrollo de la capacidad de pensar y hacer de las personas, es el principio de la inequidad en cuanto a las oportunidades que tenemos para construir un proyecto de vida. Siempre tiene la ventaja aquel que tuvo una mejor preparación, en tanto siempre queda relegado a puestos secundarios aquel que no recibió una educación de calidad o simplemente que no tuvo acceso a un sistema formativo. De ahí que en un mundo en donde el conocimiento es sinónimo de riqueza, los de menos educación sean los condenados a padecer los males de la marginación, la pobreza o la escasez de empleo.
Es por eso que la migración no es una solución, ya que aunque se cambie de país, se ingrese a una economía que genere más empleos y con mejores niveles de ingresos, de igual manera se sigue en desventaja debido a la mala calidad de la educación: con menos capacitación, los empleos que se pueden lograr son los más precarios, los más dependientes de un sistema y los que menos probabilidades tienen de favorecer el progreso. Es un hecho que ya no basta tener un empleo, sino tener los conocimientos necesarios para evolucionar en la medida en que la competitividad lo exige, de manera tal a no ser sobrepasado y terminar relegado en el mercado laboral.
Ya no es sólo cuestión de ingresos. Aunque la economía crezca, aunque por momentos el flujo de la riqueza llene de bonanza las arcas de nuestros países y nuestros bolsillos, no habrá forma de convertir esto en un mejoramiento de la calidad de vida si no contamos con el conocimiento, la preparación y la madurez resultantes de un proceso de formación. En América Latina deberíamos saber esto, ya que estamos llenos de riquezas naturales y flujos de dinero, pero al mismo tiempo vivimos en medio de la pobreza, la exclusión y el atraso.
Mientras no mejoremos la calidad de nuestra educación y no hagamos que nuestros profesionales estén a la altura de los profesionales de otros países, el escenario de oportunidades no será justo para nosotros, pues estaremos en inferioridad de condiciones de acceder a los lugares a los que aspiramos llegar. Si realmente queremos oportunidades verdaderas, tenemos que incubarlas a partir de un fuerte desarrollo de nuestro conocimiento y de nuestra propia capacidad de hacer.
(*) Periodista y profesor universitario.
Desde Guadalajara, Jalisco, México.
Especial para la revista Ecos, de Paraguay.
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