Por Héctor Farina Ojeda
La profunda desigualdad en México es uno de los problemas más graves a la hora de pensar en la construcción de un futuro económico. Pero no se trata sólo de una desigualdad de ingresos, con datos que periódicamente presentan los estudios realizados por diferentes organismos, sino de una sociedad desigual en donde los privilegios y las exclusiones han trascendido a esferas de la vida que no deberían verse afectadas por un mayor o menor ingreso monetario. Desde la oportunidad de recibir una buena educación o una buena salud, hasta los empleos y los salarios están marcados por una matriz de desigualdad que cierra puertas y abre abismos entre ricos y pobres.
Hace unos días, un estudio denominado “Desigualdad Extrema en México: Concentración del Poder Económico y Político”, presentado por Oxfam México, dio cuenta de que el país se encuentra dentro del 25 por ciento de los países que tienen la mayor desigualdad en el mundo. Menos del 1 por ciento de la población mexicana concentra el 43 por ciento de la riqueza, en tanto el 10 por ciento de los trabajadores mejores pagados gana 30 veces más que el 10 por ciento que menos percibe. Y como muestra del abismo que divide a un país: la riqueza de 4 multimillonarios equivale al 9 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), en tanto hay 61 millones de personas que viven en la pobreza.
Más allá de los números y de la cuestión del ingreso, la desigualdad se agudiza en cuanto a oportunidades laborales, acceso a la educación, salud y calidad de vida. De la desigualdad de ingresos que condena a gran parte de la población en una economía de mercado se ha trascendido a las marcadas diferencias sociales en lo que el filósofo Michael Sandel denomina “una sociedad de mercado”, en donde hay cosas que el dinero compra y que no debería comprar. De la diferencia de ingresos salen desigualdades en cuanto a la aplicación de la ley, al derecho a la salud o simplemente a la necesidad de gozar de un buen entretenimiento. En sociedades desiguales en las que todo se vende y se compra, ir al hospital, a una buena función de teatro o exigir el derecho laboral pueden ser una utopía para quienes no pueden pagar.
Además de vivir en condiciones desiguales, la imposición de reglas de juego que propician más desigualdad es un serio riesgo para el futuro económico: mientras las oportunidades de acceso a un buen empleo o a una buena educación se basen en un sistema de privilegios que premia a los que pueden pagar, corromper o ser apadrinados a cambio de “favores”, difícilmente se podría aspirar a una sociedad menos desigual. El futuro económico no puede construirse sobre la base de la exclusión, la marginación y el ensanchamiento escandaloso de la brecha entre las condiciones de vida de unos pocos ricos y millones de personas que sobreviven en la pobreza.
¿Qué futuro económico nos espera si seguimos inflando la desigualdad en la sociedad? Seguramente, ninguno bueno. O simplemente ninguno. Si queremos un buen futuro, en lugar de excluir, hay que darle oportunidades a la gente.
Publicado en Milenio Jalisco, en el espacio “Economía empática” de la sección Negocios. Ver original aquí:
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